Ese mismo día el Obispo de
Vitoria andaba por el Valle impartiendo el sacramento de la confirmación. Los
de Gurendes lo vieron pasar raudo en el
coche de los Díaz de Tuesta conducido por Juan Manuel, uno de los hijos de don
Celerino, en ruta hacia Vitoria sede de la diócesis vasca.
Simón Parejo lo reconoció al
paso, soltó una blasfemia y tildó al jerarca de la Iglesia de “come hostias” en
voz alta, para que todos lo oyeran. Dos
mujeres se santiguaron ante el horror de la blasfemia.
Y pese a la religiosidad de los
paisanos que oyeron el exabrupto del sindicalista, nadie se atrevió a pararle
los pies. Nadie salvo Onofre, el bilbaIno de Valpuesta, que lo agarró por el cuello de la camisa y,
de poder a poder, con un par le dijo: “Tú te vas a meter la lengua en el culo,
el sitio más adecuado para la basura que
vomitas”.
El ácrata
dio un tirón, se desprendió del veraneante y sacando una navaja cabritera fue a
endilgarle un tajo en el bajo vientre.
Todo transcurrió en cosa de segundos. El filo de la cuchilla estuvo cerca de
rajar las tripas del veraneante, si no es
por un tal Secundino Carballeira, gallego y afilador,
circunstancialmente por tierras de Valdegovía en el ejercicio de su
profesión, que le arrebató la navaja.
- Este tío me quería matar –dijo
Onofre.
- Lo mejor sería –se expresó el
afilador con acento gallego cerrado- que todos corriéramos la cremallera para
estar callados.
E hizo un gesto con los dedos
índice y pulgar apretados, corriendo un supuesto cierre para dejar sellados los
labios.
La faca cabritera, testimonio de cargo de un intento de agresión, quedó depositada
en el establecimiento de Erasmo Bardeci con encargo de que le fuera entregada a
la Guardia Civil cuando diera parte del
suceso.
El afilador Carballeira, tipo
singular peinado con raya en medio, patillas en hacha, bigote a lo káiser,
cráneo braquicéfalo, cuadrado de tórax y facha de forzudo, era un adelantado en
su oficio; iba en vanguardia. Viajaba en bicicleta adaptada con un soporte fijo
que le permitía estacionarla con la rueda trasera alzada un palmo sobre el
pavimento. Así, hacía funcionar un juego de muelas de distinto grano y afilaba
al tiempo que daba a los pedales. De este modo lograba afinar el corte lo mismo a las toscas hachas, que a dalles, picos y
azadones, cuchillos y tijeras y hasta las más delicadas navajas de afeitar. En
la parte posterior del cuadro del ciclo móvil llevaba enganchado un carrito de
una sola rueda donde guardaba todos sus menesteres, alguna ropa y ciertas
vituallas y un singular toldo para armar una tienda de campaña. Muchos del
oficio lo imitarían después de la guerra, dejando a un lado el viejo armatoste
de madera, de bajo rendimiento, empujado a mano con mucho sacrificio.
Carballeira era un hombre curtido
y perspicaz y tan pronto liberó de la cuchillada al bilbaino Onofre, advirtió
en sus ojos un ramalazo de odio; un odio
corrosivo y amargo que lo invadió durante mucho tiempo. El bilbaino, humillado
por el agresivo sindicalista, intuyó que una rebelión armada crearía un clima
de impunidad que facilitaría muchos deseos de venganza. Y Carballeira hizo in mente esta reflexión: “No somos nada; si yo fuera el navajero,
saldría zumbando para poner tierra por medio”.
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