miércoles, 20 de mayo de 2015

RELATOS CORTOS. LA NOGALA SE SECÓ. (2)

Ese mismo día el Obispo de Vitoria andaba por el Valle impartiendo el sacramento de la confirmación. Los de Gurendes  lo vieron pasar raudo en el coche de los Díaz de Tuesta conducido por Juan Manuel, uno de los hijos de don Celerino, en ruta hacia Vitoria sede de la diócesis vasca.
Simón Parejo lo reconoció al paso, soltó una blasfemia y tildó al jerarca de la Iglesia de “come hostias” en voz alta,  para que todos lo oyeran. Dos mujeres se santiguaron ante el horror de la blasfemia.
Y pese a la religiosidad de los paisanos que oyeron el exabrupto del sindicalista, nadie se atrevió a pararle los pies. Nadie salvo Onofre, el bilbaIno de Valpuesta,  que lo agarró por el cuello de la camisa y, de poder a poder, con un par le dijo: “Tú te vas a meter la lengua en el culo, el sitio más adecuado para la basura  que vomitas”.
        El ácrata dio un tirón, se desprendió del veraneante y sacando una navaja cabritera fue a endilgarle  un tajo en el bajo vientre. Todo transcurrió en cosa de segundos. El filo de la cuchilla estuvo cerca de rajar las tripas del veraneante, si no es  por un tal Secundino Carballeira, gallego y afilador, circunstancialmente por tierras de Valdegovía en el ejercicio de su profesión,  que le arrebató la navaja.
- Este tío me quería matar –dijo Onofre.
- Lo mejor sería –se expresó el afilador con acento gallego cerrado- que todos corriéramos la cremallera para estar callados.
E hizo un gesto con  los dedos  índice y  pulgar apretados,  corriendo un supuesto cierre para dejar  sellados los  labios.
La  faca cabritera, testimonio de cargo  de un intento de agresión, quedó depositada en el establecimiento de Erasmo Bardeci con encargo de que le fuera entregada a la Guardia Civil cuando  diera parte del suceso.
El afilador Carballeira, tipo singular peinado con raya en medio, patillas en hacha, bigote a lo káiser, cráneo braquicéfalo, cuadrado de tórax y facha de forzudo, era un adelantado en su oficio; iba en vanguardia. Viajaba en bicicleta adaptada con un soporte fijo que le permitía estacionarla con la rueda trasera alzada un palmo sobre el pavimento. Así, hacía funcionar un juego de muelas de distinto grano y afilaba al tiempo que daba a los pedales. De este modo lograba afinar  el corte lo mismo a  las toscas hachas, que a dalles, picos y azadones, cuchillos y tijeras y hasta las más delicadas navajas de afeitar. En la parte posterior del cuadro del ciclo móvil llevaba enganchado un carrito de una sola rueda donde guardaba todos sus menesteres, alguna ropa y ciertas vituallas y un singular toldo para armar una tienda de campaña. Muchos del oficio lo imitarían después de la guerra, dejando a un lado el viejo armatoste de madera, de bajo rendimiento, empujado a mano con  mucho sacrificio.

Carballeira era un hombre curtido y perspicaz y tan pronto liberó de la cuchillada al bilbaino Onofre, advirtió en  sus ojos un ramalazo de odio; un odio corrosivo y amargo que lo invadió durante mucho tiempo. El bilbaino, humillado por el agresivo sindicalista, intuyó que una rebelión armada crearía un clima de impunidad que facilitaría muchos deseos de venganza.  Y Carballeira hizo in mente esta reflexión: “No somos nada; si yo fuera el navajero, saldría zumbando para poner tierra por medio”.

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