Las dos
hermanas Barredo vivían días de preocupación y angustia. Habían recibido recado
de pasarse por el cuartelillo de la Guardia Civil para declarar sobre las
apariciones de Petrás.
- Fíjate
-le decía Encarna a su hermana-: ¿Cómo se puede creer que, por subir a Petrás
tras un cura en procesión y rezando el
Santo Rosario, se nos acuse de participar en una manifestación política no
autorizada? ¡Habráse visto!
- ¿Y por
eso tenemos que ir al cuartelillo?
- Por eso
y porque, según parece, también creen que somos nosotras las instigadoras de
las apariciones. ¿Sabes qué dicen? Que estamos tratando de atraer a Petrás a
cientos de miles de personas a presenciar el milagro, porque lo que pretendemos
es montar varios hoteles y restaurantes y un pabellón para vender agua
milagrosa, estampitas y rosarios y forrarnos a cuenta de tanta visita. ¡Por eso
nos llaman a declarar! Estos republicanos son unos desgarra mantas. ¿Tú piensas
que si eso fuera cierto se lo íbamos a contar así, por las buenas?
Lo cierto era que el cabo de la Guardia Civil,
siguiendo órdenes de la superioridad competente, cursó citaciones a varios de
los supuestos implicados por ir en procesión hasta Petrás, tras el cura párroco
del pueblo, a rezar ante un peñasco, donde, aprovechando un hueco con forma de
hornacina, según decía un supuesto pastorcillo de Bachicabo, la Virgen María se
le había aparecido al modo que lo había hecho ya en Lourdes o en Fátima en
tiempos pasados y, por esos días, también en Ezkioga (Guipúzcoa). No era una
broma, porque algunos de los videntes de Ezkioga terminaron en la cárcel y,
luego, en un manicomio.
- Ponte guapa -le dijo Encarna a
Lucrecia- que me van a oír.
Y allá se fueron ambas hasta la
residencia de los cuatro guardias civiles y un cabo –comandante del puesto-
acuartelados en Espejo (donde luego estuvo la herrería de Manuel Salazar) en un
edificio que se abría a la carretera del Señorío de Vizcaya.
(Continuará)
(Continuará)
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