Confieso -y en parte me arrepiento- de ser un acusica que la tiene tomada con los políticos. Lo único que me salva es que no distingo de colores. Me da igual el tema que defiendan. Cuando quieren convencer y dicen simplezas, siento comezón: como un desasosiego interior irresistible.
¿Acaso mienten? No lo sé, pero tengo la sospecha justificada de que una mayoría de políticos no distingue las diferencia que existe entre mentir y faltar la verdad.
Uno escucha las preguntas y repreguntas que se hacen entre políticos parlamentarios de la Alta Cámara y después de adivinar que no les guía un sentido constructivo - por la mala leche que destilan - resulta, en consecuencia, que no tienen ni chispa de ingenio. No ironizan; se dan dentelladas como vulgares caninos.
De otro parlamento, posiblemente anglosajón, (hasta puede que el dicho sea apócrifo), cuentan que uno de sus miembros para desacreditar a su rival, dijo: "¿Qué se puede esperar de un político que lleva el calzoncillo a rayas?". Y claro, le llegó la respuesta merecida en el turno de réplica: "Quiero manifestarle mi dolor antes de entrar en materia: "Por cierto, ¡qué indiscreta es su señora!"
Aquí, entre nosotros: ¿por qué aplauden los políticos las intervenciones de sus compañeros de equipo? Para cualquier observador perspicaz, a eso, en castellano, es como poner albarda sobre albarda. En política todo lo que no es evidente siempre conviene apoyarlo con una explicación. No hacen falta aplausos, ya que, entre gente de la misma camada, suenan a falso: como si las crías aplaudiesen a su mamá después de tomar la teta. Hay manifestaciones que por explícitas, están de más: sobran.
En fin, mentir es decir lo contrario de lo que se piensa con intención de engañar. Donde esa mala intención no se da, no hay mentira aunque se falte a la verdad.
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