Casi recién cumplidos los dieciocho años me llevaron a Madrid a que me viera un médico famoso que siendo republicano le tocó pasar la guerra en zona nacional. Y cuando al término de la contienda volvió a su casa, en el barrio de Salamanca de la capital de España -todo hay que decirlo-, se la encontró desvalijada y rota, aunque no le afectó ni una sola bomba de la guerra. Los que pasaron por ella tenían nombre y apellidos, pero nada les pasó. El doctor no quiso reclamar a nadie daños y perjuicios.
El hombre se quejaba: "mis adversarios me han tenido tres años trabajando como si fuera un mulo de carga, pero me trataron bien; mis amigos me han dejado sin nada y para operar a mis clientes tengo que alquilar un quirófano; aunque parezca mentira hay gente que se dedica a esto para vivir o hacer fortuna".
Para pagar los gastos de mi operación fuimos por dinero a la Caja de Madrid, y entrar allí era como penetrar en un santuario: orden, limpieza, silencio y respeto. Mi padre dijo: "será de los pocos sitios de España donde no se pierde un céntimo ni se derrocha un segundo: el tiempo es oro.
Cuando Rinconete y Cortadillo llegaron al patio aquel ideado por Cervantes, de la mano de un pícaro, le preguntaron:
- ¿Es vuestra merced por ventura ladrón?
El interpelado respondió:
- Sí, para servir a Dios ya las buenas gentes, aunque no de los muy cursados, que todavía estoy en el año de noviciado.
A este lugar le llamaban entonces el Patio de Monipodio. Hoy, el Patio de la Democracia.
¡Qué poco han cambiado las cosas!
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