miércoles, 19 de marzo de 2014

SEÑOR DOCTOR

Cuado yo era un joven de setenta años, se contaban en mi ciudad unos cinco mil ancianos. Fuí al mèdico con el corazón apretado y me dijo que era una angina de pecho. Yo les oí hablar en el hospital de cardiopatías y esto me llevó a familiarizarme con un pródigo recetario contra un mal crónico. Tomaría en dosis diarias media docena de boticas o medicinas, que también se dice. Como yo, estaban medicándose más del cicuenta por ciento de los cinco mil viejecitos que paseaban a diario lo suyo, para que su corazon palpitase como el tic-tac de aquellos relojes de bolsillo que ya no se llevan. Enrique Jardiel Poncela, escritor puntero en mi otra juventud (la buena), que sufría del estómago -creo recordar- sometido a una medicación en cascada como la de los enfermos del corazón de hoy en día, le dijo a su médico muy seriamente: "¡Cuándo, doctor, va a tener usted en cuenta que para tomar tanta medicina lo primero que hace falta es tener muy buena salud!". El caso es que en mi ciudad, donde había cinco mil ancianos hoy somos treinta mil y, con el corazón averiado unos veinte mil. Y claro está, no hay cartera que aguante este crecimiento del gasto casi exponencial. El índice medio de vida también cuenta y entre tanto viejo y tanto veraneante haciendo turismo sanitario, ¡ya me dirán de donde sacar los dineros que se llevará la sanidad!. A los futuros socialistas que nos van a gobernar, no les va a quedar otro remedio que arruinarse (que no deja de ser una solución mala, pero solución) o usar la cicuta disfrazada de eutanasia (es una broma; cicuta no, serán calmantes). Todo consiste en reconocer un derecho, cuyo nombre ya está funcionando en algún que otro país: el derecho a una muerte digna. ¡Se comprende! Por algún sitio ha de reventar la burbuja de una vejez tan perdurable en busca de lo que llaman una vida digna. 1

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