martes, 4 de marzo de 2014

HERIDO EN LA MEMORIA

Un buen día, pese a todo, apareció don Serafín en la clase con la camisa a medio abrochar sobrepuesta a la americana. Marta, tan pronto se dio cuenta, avisó al maestro y éste salió del aula para poner su vestimenta en orden, mientras los niños se reían descaradamente no sin cierta crueldad. Marta volvía a insistir en tono familiar, casi como si fuera una madre, o una novia, ante Don Serafín: - En el momento de acostarse debe hacer una lista. Por cada prenda que se quite, hará una anotación. Supongamos que se desprende de la americana; tiene que anotar: “americana, colgada en la percha del armario”. Y si luego se descalza: “zapatos colocados bajo la silla”. Así hasta quedar desnudo, y entonces puede escribir: “Yo, en la cama”. Y al día siguiente, al levantarse, repasar la lista y empezar por el final: ponerse cada prenda por orden inverso, terminando por los zapatos y la americana. Serafín, ya de noche, de regreso a su casa donde vivía solo, tomó el papel que le preparó Marta con el plan antiolvido y, al ir a acostarse, empezó la cuenta, manteniendo el orden a seguir al desnudarse para, al día siguiente, hacer lo mismo pero al revés para vestirse. Se quitó la chaqueta y puso: “americana en la percha del armario”. Le tocó el turno a los zapatos y continuó: “zapatos debajo de la silla”. “Los calcetines, dentro de los zapatos”. “El chaleco en el perchero, encima de la chaqueta”. “La camisa, en el respaldo de la silla”. Y así hasta completar la lista y como quedaba sólo su persona, puso punto final a la tarea: “Yo, en la cama”. Y durmió plácidamente. Al amanecer, era un día de primavera con un sol espléndido asomando entre el pinar, Serafín abrió la ventana y aspiró profundamente el aire fresco y puro con olor de montaña florecida. “¡Una delicia!” –pensó-. Se quiso vestir para dar un paseo antes de abrir la escuela. Según lo convenido, consultó la nota encabezada por una advertencia escrita con mayúsculas por la espigada, amable, cariñosa y bien parecida Marta. Se leía: “Buscar cada prenda empezando por el final y vestirse en orden inverso al seguido para desnudarse”. Al tomar el papel pudo leer el último renglón: “yo en la cama”. Serafín recordó el consejo escrito por Marta: “Seguir al pie de la letra la indicación de esta nota”. Lo tuvo muy presente, pese a su desmemoria, porque Marta era su ángel de la guarda y sus palabras las repetía cien veces para dejarlas como grabadas a cincel en su mente. Así que, el “yo, en la cama” interpretado al pie de la letra, le indujo a buscar su yo. Se fue a su lecho, alzó la sábana y no estaba ni encima ni debajo del colchón. Tiró de las mantas, por si estuviera envuelto en ellas, y tampoco allí apareció. Retiró el mueble, miró en todos los rincones de la habitación, luego en las demás alcobas de la casa, en los desvanes, en los establos ahora en desuso, en una despensa sin luces, y ¡nada! Un sudor frío bañó todo su cuerpo. ¿Qué le diría a Marta, tan solícita como estuvo, al fracasar en su búsqueda? Sólo llegó a esta conclusión: “desnudo como estoy, no puedo ir a la escuela”. Y no fue. Desolado, triste, compungido, se dirigió hacia un rincón, apoyó su espalda contra la pared y se deslizó hasta quedar en cuclillas, tembloroso y con sus ojos hundidos mirando al vacío, desmadejado, ido… Al momento, con la escuela cerrada y sin comparecer el maestro, Marta sospechó que algo grave había pasado. Fue hasta la casa de don Serafín y comprobó que permanecía cerrada, aunque una ventana del primer piso estaba abierta. Sin más, se fue en busca del alcalde concejil y éste, advertido de la gravedad del caso, pidió la ayuda de dos mozos que pasaban por allí. Con una escalera de mano subió uno de ellos, entró en la casa por la ventana abierta y, sin detenerse, descendió al piso bajo para abrir la puerta desde dentro. Entraron los cuatro, el alcalde, sus dos espontáneos ayudantes y Marta, de cuya presencia no se dieron cuenta los primeros. Pronto descubrieron al maestro desnudo, acurrucado en un rincón, temblando de frío, aunque sudoroso, con disgusto manifiesto por no encontrar su yo. - ¿Qué le pasa, don Serafín? –lo interpeló el Alcalde. - No me encuentro –contestó el maestro con voz casi inaudible. - ¿No se encuentra bien? - No; no es eso. No me encuentro. - Insisto: ¿no se encuentra bien? - No es eso; no es eso. El alcalde se volvió a sus acompañantes, imperativo. - Hay que buscar al médico. Solo Marta, humedecida en lágrimas, tomó una manta, tapó a don Serafín, lo ayudó a levantarse y lo acostó en la cama con amor. Bastaron unas palabras de la niña mujer para serenar al maestro. Marta lo tuteó como si fuera de casa: “Ya estás aquí, ya tenemos tu “yo, en la cama”. Lo he visto. Nos hemos encontrado”. Don Serafín sonrió placentero y su alma volvió a entrar en un clima cálido y sereno. (Del libro, "Al aire libre" -Cuentos alaveses- de Pedro Morales Moya. Email: tumecillo@gmail.com)

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