En mis horas libres, cuando los chispazos reumáticos ceden, suelo teclear el listado alfabético del ordenador para informarme sobre los cambios socio-políticos que están desplazando los usos y costumbres heredados de nuestros antepasados, a mucha honra.
Caigo en la tentación presuntuosa de adivinar el futuro y -claro está- me equivoco por no contar con el vicio retroactivo de los políticos: por ejemplo ayudar a la muerte alzando la bandera del buen juicio, de lo que podríamos presumir, tal que la eutanasia. Como la muerte -miremos el tema por donde menos nos guste- tarde en llegar (y esa es la tendencia gracias a los avances científicos) el mundo mundial resultará pequeño y si llegaran a divulgarse las esquelas de muertos con más de cien años no cabríamos, no habría sitio donde caerse muerto.
Guste o no la muerte termina por ser necesaria y fuente de alegría. El término eutanasia es demasiado brusco: vamos a llamarle "muerte dulce", y ¡a vivir que esto se acaba!
No puedo evitar sin embargo -soy muy viejo- aquel sucedido que cuentan vivió un párroco de Vitoria, en los comienzos del siglo XX, después de atender en trance de muerte a una ancianita que era una santa. En una pausa entre oraciones y cánticos piadosos, el cura se acercó a la moribunda:
- Doña Casilda -le dijo-: "Que felicidad la suya: está usted entrando en cielo".
- ¡Yo estoy bien, muy contentica, aquí en Vitoria!
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