España implantó la democracia, en 1976-77, a partir de una idea básica puesta en juego gracias al ingenio jurídico de un hombre con talento: me refiero a don Torcuato Fernández Miranda, sin cuya presencia y lúcida intervención difícilmente se hubiese avanzado en la desaparición de un Estado totalitario en cosa de meses, para dar paso a otro democrático. El secreto estaba en proceder al relevo del ideario político vigente, de sus intérpretes y símbolos, con mano izquierda, para cambiarlo por algo más potable, equitativo y justo.
Claro está: reconocer este hecho lleva a mal traer a los líderes simplistas de algunas izquierdas que tratan de pasar por genuinas y son incapaces de reconocer que aquel cambio no era una ficción, sino una forma de resolver sin sangre la pregunta: ¿Y después de Franco, qué...?
La lección puesta en juego sirvió para bien poco: los políticos de la transición en mayoría creyeron que la España centralizada era un fracaso y se hacía preciso y urgente darle la vuelta al mapa, en toda su amplitud, sin cambiar el principio de que a iguales derechos corresponden iguales obligaciones. Confundieron el hecho de dar a cada comunidad autónoma un trato justo, con aquello de que quien más chifla capador.
Era difícil ponerse de acuerdo y las generaciones actuales de políticos de todas clases, han puesto de moda el NO. ¡Y de ahí no salimos!
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