Las personas, los seres humanos, no pueden contabilizarse como si fueran monedas o piezas coleccionables. Cada cual es como es y responde de muy distintas maneras para satisfacer su necesidades o deseos. A eso -siempre que respete los derechos ajenos- se le llama libertad. Es decir que la libertad tiene sus límites.
Es más libre, es el que menos necesidades siente o el que de más medios dispone para satisfacerlas. Todos los días surge quien pide más libertad, sin reconocer que todos y cada uno han de ganársela con su trabajo, su ingenio, sacrificios y constancia. ¡Ah! Sin olvidar unas dosis de sentido común que nadie niega a los escarmentados por errores cometidos.
Pese a todo, no se pueden evitar las desgracias personales. Ahora bien, una sociedad dispuesta a ser libre de verdad, es solidaria; disminuiría a ojos vista el censo de los desasistidos.
Los tiempos que vienen, según anuncios precursores, tienden a que los menos acaparen la riqueza y a que aumente el número de los condenados a repartirse la pobreza. Disminuirá la clase media,
según indicios ya en marcha.
Lo malo del caso es que los pueblos, entendidos como colectividades insatisfechas, suelen comulgar con ruedas de molino: suelen conformarse con el portador locuaz, siempre que prometa felicidad a esgalla y a ser posible gratis y con buenas maneras. A esto le llaman política.
No hay mejor política que la familiar, cuando es sincera, leal y no se echa atrás ni tiene que remangarse para ayudar a su prójimo a llevar el madero.
No es broma: todo está inventado, y felices aquellos que cuentan episodios de este estilo. Volveremos a reconstruir la familia y luego al prójimo (al próximo) para salvarnos en parte de toda desgracia..
Tengamos en cuenta que la solidaridad ha de ser mutua. Pocas veces se regala.
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