Está claro que el pueblo de Cataluña fue favorable a la Constitución hoy vigente gracias al voto de una mayoría absoluta.
Han pasado más de treinta y cinco años y, hoy, una supuesta mayoría nos dice: La Constitución ha envejecido de tal forma que ya no nos vale. Y concluye: Ha cambiado tanto España que, por razones políticas, se ha de renovar también la ley de leyes.
Para ratificar este aserto se han manifestado millones de catalanes pidiendo no tanto la reforma constitucional, como la independencia total de Cataluña, dando a entender que no hay ley que pueda esgrimirse frente a la voluntad masiva de un pueblo.
Es tan expresiva y rotunda esta dialéctica, ha calado tan profundamente que, al parecer, una mayoría de la población catalana y, por supuesto, otra mayoría de politólogos de toda especie, nos abruman con sus razonamientos en favor del diálogo entre secesionistas y constitucionalistas; diálogo, como punto de partida de un cambio legal tan proclamado como ineludible a los cuatro vientos.
Las diferencias entre ambos bandos - secesionistas contra constitucionalistas - son tan grandes, que podrían estar años debatiendo el tema sin llegar a un acuerdo. Pero cerrarse a la negociación supone el reconocimiento implícito de la fuerza dialéctica del adversario, lo cual constituye el primer paso seguro hacia la derrota por la vía de un casi inevitable referéndum.
Por tanto parece aconsejable la negociación, desde una posición unitaria firme de los unos, contra la inexpugnable defensa del secesionismo catalán de los otros. Los unos muy desunidos y los otros formando piña.
Para ganar la partida, los constitucionalistas necesitan tiempo, medios y un cambio de actitud favorable para ir unidos, sobre todo, con los que siguen sintiéndose españoles sin perder la identidad catalana.
Parece inevitable que la batalla final haya de ganarse por votos y es probable que, de vencer los secesionistas, se vean abandonados a su suerte millones de catalanes de sentir español. Esta probabilidad, tan asumida por decenas de miles de residentes en Cataluña, ha decidido el cambio de voto de muchos, ante el riesgo de que la soledad de España que hoy padecen se convierta en un exilio interior.
Si los partidos constitucionalistas no se unen, tendrá que ser el Gobierno de turno el que tome alguna iniciativa para recuperar muchos de los votos perdidos ya en Cataluña. Iniciativa que valdrá para muy poco si los gobernantes no da un paso decidido contra la mangancia que los parasita.
No olvidemos que, al fin y al cabo, el secesionismo catalán se sustenta en unas muchedumbres movilizadas desde clanes influyentes que dominan la universidad, la escuela, las finanzas, los medios de comunicación, los púlpitos, etc. etc. para al fin imponerse en la calle. Si desde el resto de España no se unen contingentes parecidos, pocas esperanzas les quedarán a los que no desean secesión alguna cuando los pueblos tienden a unirse.
Este es un problema cuya solución solo puede abordarse con visión de estadistas. Pero es dudoso que en una democracia parasitaria como la implantada en España, surjan los hombres de Estado. No es la Constitución la pasada de moda; son los españoles - catalanes separatistas incluidos - los que no están a la altura de las circunstancias por el máximo índice de parásitos que soportan.
Sólo una España decente podría vencer al secesionismo catalán.
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