Resulta que soy un hombre con pocas defensas. Salgo a la calle y, tan pronto me descuido, el primer virus que aparece a traición envuelto en cualquier corriente de aire, se agarra a mi organismo y lo machaca, lo deja para el arrastre que llegará cuando por fin acierte el cachetero encargado de darme la puntilla.
No nos preparan para organizar la defensa y no perecer. Lo que a mi me pasa con virus y bacterias les sucede -en otro orden de valores- a quienes engordan las filas de los desempleados. Se van a la calle y no saben qué hacer. Están desarmados, inermes.
Imagino que los navegantes en la era de los descubrimientos, cuando en busca de nuevos mares y nuevas tierras se valían de la energía eólica para mover aquellas pequeñas y frágiles naves, al ir tan expuestos tendrían por fuerza que ser previsores de posibles desgracias. Antes de embarcarse se harían peguntas como ésta: ¿Qué debo hacer si tras un naufragio arribo a una isla desierta? ¿Cómo podré sobrevivir? Muchos náufragos lo lograron porque supieron adaptar sus necesidades a las condiciones que les imponía la nueva situación. Estaban preparados
Por mi parte yo no estaba preparado para recorrer solo la última etapa de la prueba llamada vida. Tuve la suerte de poder caminar a gracias a un cuadro médico que encontré en esta etapa, llena también de mágicas farmacias; y ellos lo hacen todo. Siento vergüenza, pero es así.
Pero no sucede igual con la miríada de parados por fuerza de las circunstancias. Y esto no debería suceder.. Las multitudes no están preparadas para sobrevivir sin angustias a una crisis económica. Los políticos deberían meditar en voz alta sobre las causas primero, y después sobre la forma de reducir el mal, y no tomarlo de pretexto para cargar culpas los unos sobre los otros.
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