domingo, 11 de mayo de 2014

EL FRACASO REVOLUCIONARIO.

     Todas las revoluciones de signo social, bajo unos u otros apelativos, persiguieron la igualdad entre las clases sociales, castas, clanes o familias; lo prometido era acabar con los privilegios de unos pocos, frente al sometimiento a duras pruebas o pagos excesivos con los que cargaban  los demás.
      Jesucristo fue un revolucionario. Si hemos de ser pobres, vino a enseñarnos, seámoslo todos  por igual. Luego las jerarquías eclesiásticas -a lo largo del  tiempo- se encargarían de acaparar privilegios y desdecir la divina palabra.
      La revolución francesa, -tan copiada en  el mundo civilizado- quiso acabar con los privilegios  de la Corona y de las familias aristocráticas; la  igualdad derivó en el mayor enriquecimiento de las familias burguesas acaparadoras de nuevos privilegios.
      La revolución marxista en  Rusia  -y sus copias que invadieron medio mundo y aún perduran- iban a liberar a las clases trabajadoras estableciendo de una vez por todas la justicia social. Pero algo debió  de fallar cuando las bases presuntamente liberadas se pasaban, en cuanto podían,  al régimen de los llamados Estados democráticos pese a sus desigualdades, que las mantienen y gordas digan lo que digan los demócratas (entre comillas) que mandan.
     Algo se ha mejorado, pero no  es menos cierto que la tendencia a desviarse del buen camino sigue vigente. Para muestra, véase el caso de España.

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