Fui un forofo futbolero con siete u ocho años, a finales de la dictadura del general Primo de Rivera -más o menos- cuando a una selección española en viaje por el Reino Unido la golearon por siete a uno. Menos mal -le oí decir a mi padre- que a la Irlanda libre le metimos un seis a cero. Así me enteré de que la Gran Bretaña había tenido que morder el polvo y consentir la independencia de un territorio que estuvo durante siglos sometido al dominio de la Corona inglesa.
O sea que relacioné el fútbol y la política a muy temprana edad, gracias a las explicaciones que tuvo a bien brindarme mi padre, en años en que el nacionalismo vasco reflotaba con todo su vigor en defensa de un Estatuto autonómico. Nacionalismo muy ligado -como ustedes comprenderán- a las victorias del Atletik (con K, según costumbre entre españoles que quieren disimular su origen, aquí en Vasconia).
Ahora que me considero un fracasado de la política con mis noventa y un años de ir y venir por el planeta Tierra, me pregunto: ¿De verdad, tienen algo que ver los triunfos deportivos con la grandeza de un pueblo?
Por mi parte pienso que no, a sabiendas de que mi fracaso como político tiene mucho que ver con estas heterodoxas creencias.
Yo prohibiría el uso de los símbolos nacionales, (banderas, himnos, etc.), en todo espectáculo deportivo y naturalmente no dejaría asociar la marca España a los goles que pueda meter un malabarista del balón. Me da mucha vergüenza que vaya tanto dinero a mantener un espectáculo,- por muy deportivo que parezca- mientras nuestros afanes investigadores (pura ciencia) andan descapitalizados mendigando ayudas como si fueran frailes limosneros de la edad media.
¡Así nos va!
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