La lucha por el poder, en un territorio cualquiera, concluye cuando el vencedor impone su ley y el vencido se doblega, huye o perece. Pasa en los mejores países. La llegada de,los seres humanos en fuga dejando atrás su tierra de origen, al principio es una una novedad, luego una molestia; al final una peste. Dicho de otra forma, en respuesta a tanta desbandada, surge el racismo.
¿Quiere decir que todos son o somos racistas? No. Pero poco a poco, cuando el racismo nace y avanza, se llegan a crear movimientos de masas que consiguen y hacen medrar la idea abusiva dirigida al forastero, hasta el punto, eso sí, de ir vestidos, a tal fin, con ropajes humanitarios.
España, no solo la interior sino incluso la periférica, se hizo con cristianos, con moros y con judíos y el rechazo de los unos con los otros llegó a ser novelesco y cruel, duro hasta justificar la muerte en la hoguera de semejantes suyos, a cuenta de ser distintos, o sea herejes.
Los nacionalismos posteriores nacen como una respuesta sentimental a tanta barbarie, sin querer reconocer que la aparición de la patria con sentido venerable (una religión para andar por casa y crear fronteras) no es otra cosa que una manifestación racista, con la que justificar ciertos hábitos de cuño local a los que muy pocos se sobreponen.
Y tomen nota: los ibéricos originarios, -distintos pueblos, distintas razas, distintas patrias-, más tercos que una mula viciada, llenaron la historia de guerras entre primos y hermanos.
¿Qué no harán si además sus semejantes son negros o amarillos?
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