viernes, 12 de agosto de 2016

LOS AÑOS DIFÍCILES

   


     Estamos, en pleno verano del 2016, viviendo la mayor crisis política declarada desde los años de la transición a partir de 1977. Con una particularidad: no sabemos cómo, ni cuándo, va a terminar la metamorfosis gubernamental que no acaba de ponerse en marcha. Puede alargarse el trámite.
     Entre las inexactitudes divulgadas por los medios de comunicación, está la de que Mariano Rajoy ha recibido un "mandato" del Rey para formar un nuevo Gobierno. No es verdad. El Rey no hace otra cosa que proponer un candidato. Por otra parte ha cobrado cuerpo la obligatoriedad del candidato,  a pasar la prueba de la investidura; prueba cargada de sustancioso morbo: ahí es nada, ver a Mariano Rajoy chapoteando en la mar brava de una tempestad política ante millones de personas: darían dinero por no perderse el espectáculo.
      Rajoy ha dicho en diáfano castellano que, si previamente no consigue la confianza del PSOE, no habrá investidura  y que los más probable sería que  se convocaran nuevas elecciones. Pero expertos politólogos, contra sus deseos, sostienen ahora que no queda otro remedio: Rajoy está obligado a protagonizar la sesión de investidura  y éste reitera su respuesta:  si el PSOE no me otorga su confianza, tendremos terceras elecciones. Todo menos morder el polvo de una derrota. ¿Dónde está la clave?
      Un lego en la materia razona: si el Presidente de un Gobierno puede renunciar a su cargo  y a las responsabilidades inherentes, ¿cómo no va a poder dimitir un candidato? Si lo hiciera, nadie ha previsto que fuera a ser castigado  por tal causa. Luego si dimitiera, no parece que podrían penalizarlo.
      Y me pregunto: ¿Por qué  no se penaliza a los parlamentarios que se someten al voto imperativo, prohibido constitucionalmente?






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