Es costumbre que los políticos se presenten en escena formando grupo y en compañía de su jefe, como brigadilla en camino a la línea de combate, risa en rostro dibujada de oreja a oreja, pero... ¿de qué o de quién se ríen?
Es cierto que los líderes políticos están obligados por su vocación a ser tolerantes con las personas y exigentes con sus conductas; exigentes, de forma especial con la suya, la propia, que ha de estar disciplinada, al igual que las de sus colaboradores y compañeros de partido.
Es cierto que los polìticos han de ser simpáticos: vocacionalmente son es esclavos de los buenos modos, han de ser amables. Cuando sonríen, no han de fingir ni interpretar; han de sentir.
Pero no es el caso. La espontaneidad para la sonrisa está fallando; en unos casos porque el protagonista ha hecho de la risa amanerada un tic, un gesto convulsivo, una expansión muscular dictada por sus asesores que les piden ademanes gestuales pregoneros de la felicidad que le invade. Si van en grupo todos ríen aunque no venga a cuento.
Tampoco sirve ir al polo opuesto. Estos mismos políticos, se toman tan en serio su tarea que la convierten en un sacerdocio; emanan un sentido exagerado de la responsabilidad y trascendencia de su cargo; y por ese camino llegan a la ofensa personal para defender sus ideas. Entonces, nunca ríen porque su estilo es de púlpito.
Se comprende: para ellos su Nación, su Pueblo, tiene un valor secundario. Su esfuerzo y sus risas se orientan al acoso y derribo del adversario. Su discurso carece de dimensión espiritual, de profundidad. Su pensamiento no está con los que fueron, con los que nos precedieron y dejaron una herencia saneada; ahora están y con los que han de venir, a quienes dicen han de legar un País muy mejorado. Mentira. No les importa. Está a la vista. ¿De qué se ríen?
Pero los buenos políticos, citados como tales en los libros de historia, ya no existen, se les da por desaparecidos. Se fueron para siempre. Eso sí. ¡Podemos soñar con ellos! Y entre tanto, los actuales, ¿de quién se ríen?
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