Resulta asombroso que la corrupción -tanto en el sector privado como en el público- se detecte en muy concretos comportamientos (sobremanera en los relacionados directamente con el vil metal) y no en otros más desdibujados, pero que no por ello dejan de tener efectos económicos.
Me voy a fijar en uno: la política clientelar. La corrupción llega a estar hasta bien vista, como si fuera una cortesía con los fieles y leales, un premio obligado en beneficio de aquellos que se sacrifican y entregan a los líderes de los partidos con generosa devoción.
Se merecen un premio y nada hay más lógico que dárselo a costa del dinero aportado por el sufrido contribuyente; es decir con el sacrificio ajeno.
Si un grupo de leales, dedicándose intensamente en el corto periodo electoral, llevan a la victoria a sus líderes políticos, bien sea en un municipio, en una comunidad autónoma, o en toda la nación, se ganan sus componentes el derecho a un premio, tal que una asesoría, un cargo al menos interino con probabilidades de hacerse fijo, una concesión de las que se dan a dedo o cualquier otra ocurrencia que pueda estar remunerada con cargo al erario público. En fin, la imaginación íbero-vasco-bética-celta-catalaúnica ha llegado en esta especialidad tan lejos, que me siento incapaz de reproducir las mil maneras de primar a los que se ganan la vida, con el esfuerzo del sufrido contribuyente, gracias a unas elecciones.
Elecciones tan abundantes, copiosas y dotadas con generosidad, de las que disfrutan los españoles pese a su crisis y pobreza aneja (¡cuantos muertos de hambre al margen de la florida senda electoral!).
Solo quería decir a mis queridos compatriotas que como coño vamos a tener buenos gobernantes, si no empezamos por reconocer que un sistema podrido, solo puede dar basura como resultado. Y menos mal que, en alguna maceta separada, se llegan a cultivar unos pocos ejemplares de excepción.
Dios aprieta pero no ahoga aunque muchos se queden olvidados en la orilla del camino.
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