Cuando uno era joven, ¡qué falta de malicia, Dios mío!, la comisión de actos que iban contra los principios éticos más elementales (como quedarse con los bienes ajenos), era una desgracia y una vergüenza tanto para el presunto, como para sus familiares, amigos y allegados.
Pero, ya de mayor, he tenido la oportunidad de ver cómo se pueden amasar millones dedicándose al pillaje, pasar por la cárcel y luego, al salir, sentirse muy honrado y encima aclamado por el turbión de noticieros que no distinguen, y hasta confunden, la velocidad con el tocino.
De ahí a ser aclamado el presunto por virtuoso y presentarlo como ejemplo a tener en cuenta, sólo hay un paso y no sería la primera vez que el aludido, sintiéndose redimido de toda culpa, se diera el gustazo de darnos lecciones de moral, algo así como ciscarse en público con la capa puesta.
Uno comprende que la política ciegue las conciencias de algunos políticos y comentaristas pesebreros que, con tal de desplazar al que manda, le arrean estopa y lo ponen a caldo; muchas veces, el mandarín lo tienen merecido por poner la mano en el fuego en defensa de los chorizos de turno. Pero una cosa es ridiculizar a un tontainas y otra dar amparo a un ladrón.
Ahora bien: si se abriera una escuela de formación profesional para políticos, no estaría de mas una asignatura que agudizara el olfato del alumno, para que aprendiera distinguir de lejos al simple adulador del presunto gatuno, que suele venir armado con palanqueta oculta y su codicia a la vista.
¡Ah, si les dieran cárcel hasta la devolución de lo afanado! Otro gallo cantaría.
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