Me tocó ser niño en los años veinte del siglo veinte, cuando los mayores, para capear cualquier desgracia, exclamaban: "¡Más se perdió en Cuba!". Con cinco años, recibí de mis padres una hucha de metal para guardar mis ahorros, que iba sumándose en una libreta donde constaban mis afanes y esperanzas por ser rico de mayor.
Vino la guerra, la posguerra, el estraperlo y la inflación y la libreta se redujo a un saldo mínimo: era un lujo inútil. Mis padres -que vivían de un sueldo- se vieron obligados a racionar el pan y a pedir el aplazamiento de pagos ¡qué vergüenza! hasta al lechero, a sabiendas de que el producto estaba aguado.
Mi madre -pedagoga, menos mal- encontró trabajo para enseñar a otros niños -entre teorías de ensueño- aquella fábula de Samaniego donde un sabio iba cogiendo -para no morir de hambre, se supone- las hierbas que el desechó.
Y así, uno ha llegado a viejo no se sabe para qué. Me han dicho que la leche aguada en estuche de cartón, es muy buena e invita a la gimnasia mental. Ahora nos la venden con cinismo, en nombre de la ciencia, como si fuera agua bendita.
Un lío. ¡Si les participo que no sé a quién votar!
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