lunes, 22 de octubre de 2018

PARA LOS CUATRO DÍAS QUE ME QUEDAN (13)

     La calamidad derivada de  odios y guerras hacen que aumente el número de pobres a puñados que, llevados por el imperativo instintivo de supervivencia, antes que morir de mala manera, terminan por huir con lo puesto.
     De esta realidad se deduce que los seres humanos, con razón o sin ella, nunca supieron  ni sabrán en el futuro ser iguales. Lo cual no impide que -admitida la desigualdad- nos veamos libres de promover y aplicar la equidad y la justicia en favor de nuestros semejantes.
     Sin embargo, los políticos mediocres hacen que la tontería colectiva se imponga y nunca se dé por vencida. La igualdad es el bálsamo prometido, la rueda de molino con la que comulgan los ingenuos. Hombres y mujeres no son iguales. Lo ven y adivinan hasta los niños de teta. Dadas estas diferencias, el trato que se merecen unos y otros, ha de ser equitativo y no ha de incurrir en lo injusto.
    La equidad exige  reconocer a cada uno sus derechos, partiendo de unos mínimos básicos, con arreglo a su valía y dedicación probadas.
    Este es el problema: no existe una medida que nos de con precisión la valía de cada cual, sobre todo cuando la política entra en juego. Solo un buen metro podría aproximarnos a la verdad que a cada uno le corresponde.
    Pero en España, el buen metro está intervenido. Por eso se ha generalizado el lema de la "justicia"  la española": quítate de ahí para ponerme yo.
    Y -como rezaba un viejo refrán castellano, "entre probadura y probadura, se le fue el virgo a la Pura".




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