Estos son los hechos: los secesionistas catalanes se sintieron fuertes y capaces para romper las amarras que impedían su independencia como pueblo. Justificaron su decisión en la legitimidad de sus principios, base de su iniciativa. Respondían así, a las leyes vigentes, consideradas injustas.
En España, por más vueltas que demos al tema, existe una mayoría opinante convencida de que -según su origen- los españoles no somos iguales, y -en consecuencia- es legítimo que se sometan a distinto trato legal. ¡Viva la República!
Cada tierra da su fruto, con su marca, su estilo, su idioma o su dialecto o habla o jerga. Cada uno con su orgullo y su vanidad. ¡Somos distintos! Importan los genes, pero no cuentan tanto como presumen los que defienden la autenticidad de origen.
Aquí y ahora suman: la fe patriótica regional, la adscripción a un distrito en el que caciquear (intervenir en asuntos políticos de manera arbitraria o abusiva) con derecho a reafirmar el gesto y la careta de la legitimidad, y las puras y duras aspiraciones materiales -dominar los mercados y los resortes de una influencia bien remunerada-.
Para todo ello, se extiende y domina el poder catequístico y espiritual secesionista, que lleva a los catecúmenos al alarde popular con distintivos propios y a ostentar una participación en el poder local y regional con derivas económico-sociales de amplio rendimiento.
De ahí surgen los movimientos multitudinarios, arrolladores, por supuesto legítimos, capaces de imprimir carácter. Las procesiones doctrinales -cualquiera que sea la creencia- nunca fueron desinteresadas, pese a las apariencias.
Insisto. La razón importa, si no se olvida la cartera. De ahí surge el voto clientelar.
¿O estoy equivocado?
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