Si nos paramos a observar el fin que persiguen la mayoría de los políticos españoles, caeremos en la cuenta de su poquedad: la mayor parte de su tiempo lo destinan al ataque personal, a ponerse zancadillas, a desprestigiarse mutuamente.
Tiene que ser agotador levantarse cada día pensando: ¿a quién le toca hoy recibir la puñalada trapera?
El fin principal de toda democracia bien entendida es -desde el diálogo y el respeto personal que puede y hasta debe ser crítico- mejorar las condiciones de vida de los pueblos.
El adversario no es -no puede ser- el objetivo. Si por lo que fuere, ese adversario patinara y rompiera las reglas del juego, entraría en lid con el poder judicial, llamado a intervenir para poner a las cosas -y a las personas- en su sitio.
Los políticos solo se ponen de acuerdo -forzosamente necesario- para vituperarse; no les preocupa resolver problemas tan urgentes como el del paro, causa de muchas necesidades padecidas por millones de compatriotas.
Pese a las promesas electorales, pasan los días, los meses y años, sin que nuestros políticos consigan que España deje de figurar entre las naciones que encabezan las estadísticas de esa lacra. Apagan sus remordimientos cargando el tanto de culpa a sus adversarios.
Esta deriva política que padecemos no es democracia. Deriva que nos lleva al mutuo desprestigio en perjuicio de todos.
Acabo. Voy a conectar el receptor televisivo. Hoy toca poner en solfa a la señora Cifuentes.
¡Paciencia!
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