EL FICHERO
Una novela
testimonial, intrincada y erosiva.
PEDRO
MORALES MOYA
“Esta lucha de
salvajes, a cazarse los unos a los otros, se trama hoy entre unas naciones contra otras y dentro de cada nación
en una guerra civil…”
(Miguel de Unamuno)
1
CESAR DE LA PUENTE.
Pedrolo tomó
conciencia plena de haber perdido a su
madre a la mañana siguiente del entierro,
al salir de casa para ir al colegio, cuando
la chacha, Angelines, dio los últimos
toques a su vestuario y se tomó la confianza de plantarle un beso en
la frente con un “adiós”, tal y como la progenitora del chuico hacía en vida. Su
padre no apareció en tan familiar trance y Pedrolo amasó una ráfaga de soledad, algo parecido al
sentimiento de un expósito.
De retorno a casa,
al mediodía, fue también Angelines quien
abrió la puerta de entrada y de nuevo lo recibió con otro beso que, ahora sí, tomó por sincera prueba de
cariño casi maternal. Al poco llegó su padre, César de la Puente, vestido con
sencillez; la concesión a sus gustos de petimetre se
limitaba a usar camisa con cuello de
pajarita y un llamativo lazo.
Se interesó por la jornada escolar de Pedrolo:
-¿Cómo te ha ido?
-Bien, -dijo el
muchacho, con muestras de no querer extenderse en más explicaciones.
En ese momento sonó el timbre y asomó por el umbral de la
vivienda el tío Fernando José, telegrafista,
soltero, hermano de su madre, invitado a comer por su cuñado César en un
intento de aliviar el clima hostil entre padre e hijo, creado desde la inesperada muerte de Enriqueta, su madre. Fernando José aceptó la invitación que sería
la última; su idea era no implicarse en
líos familiares. Veía a Pedrolo -su sobrino- resignado a crecer y a madurar a su aire, tomando a su
padre como modelo a no imitar.
Pedrolo cumpliría
pronto catorce años. Su vida, la de un mozalbete aislado, despierto, decidido
y dado a la observación de conductas ajenas, se tradujo en un esquema de respuestas
críticas resumidas en este pensamiento: “mi padre es un vividor de alma
endurecida, capaz de usar en su provecho a todo ser viviente que se ponga a tiro; no lo voy a
imitar. ¡Nunca!”.
César de la Puente era accionista y delegado
en Álava de la Gran Compañía de Seguros y Reaseguros Generales. Para ayudarse
en las tareas de este negocio, contrató los servicios de una guapa mecanógrafa,
Rebeca, de unos veinticinco años,
soltera, gran tipo de mujer, con la que
se revolcaba un día sí y otro no sin salir de la oficina. El mutuo acuerdo
condujo estas relaciones con el respeto y confianza que para sí quisieran muchos matrimonios. El
empresario de seguros, militar retirado
por la ley de Azaña, afectuoso y leal, no puso condiciones que limitaran el
comportamiento de Rebeca fuera del trabajo; a su vez, le asignó un buen salario y una participación en los
beneficios de la empresa de forma que se sintiera unida a él, a César, por un
lazo de confianza y otro de lucro -amoríos aparte- de signo singular y personificado.
Rebeca, era la única
responsable de mantener al día el fichero metálico que César le había confiado.
Quedó advertida de que su tarea, delicada
y minuciosa, tenía un fin: reunir una colección de datos personales y
confidenciales referidos a posibles clientes y futuros amigos suyos, como gestor de seguros.
También llevaba
Rebeca otros asuntos burocráticos propios de un negocio en
pleno rendimiento: cartas y copias de archivo,
registro de facturas, emisión de
recibos y toma de notas y apuntes contables, gastos de personal, viajes, comisiones, además de
los correspondientes pagos de renta,
calefacción, teléfono, luz y varios, todos referidos al local que se habilitó para la empresa dentro
de la vivienda familiar.
Angelines, la chica de servicio, -también joven, veintidós
años- al morir el ama de casa se hizo
cargo de la totalidad de las tareas domésticas. Suplió a la señora de la casa,
a Enriqueta, hasta donde le fue posible.
Angelines, con un metro sesenta y dos de altura, delgada, puro nervio, de
noble porte, era capaz de llevar las tareas
de a diario con puntualidad y esmero, algo que César supo agradecer. Había
entrado al servicio de la familia como niñera con catorce años –cuando Pedrolo
tenía dos-, y poco a poco, junto a
Enriqueta, había aprendido todos los secretos de una aplicada madre de
familia: limpiar, guisar, coser y mantener
la casa
en orden con diligencia y buen humor
Pedrolo
fue descubriendo las debilidades de su padre, al que tomó por ogro. No era Rebeca, ahora amante
de Cesar, la culpable. Si lo era él, el macho, el César
que hizo burla de su difunta mujer. Pedrolo, como hijo, se
consideró traicionado.
César
pasó de de ser comandante de infantería, a cobrar un retiro; a verse
agraciado, aún joven, con el título de pensionista, sin perder un
solo céntimo de sus haberes en activo. Esto
le permitió -era compatible- tener el día libre para hacer algo de
provecho y acrecentar sus ganancias. Decidió concertar, con la Gran Compañía de
Seguros y Reaseguros Generales, la puesta a punto en Álava de una Delegación
beneficiosa para la empresa y para él. Lo malo del caso era que otros
compañeros suyos, vista esta opción, lo
imitaron; así empezaron a funcionar tres nuevas gestoras de otras tantas
aseguradoras con un mismo objetivo: conseguir
clientes, aunque no estuvieran sensibilizados
para valorar la conveniencia de prevenir
riesgos y asegurarse para diluir sus efectos.
César
decidió hacer un examen profundo y objetivo del mercado para fijarse una disciplina de trabajo. Aunque
se hablaba de Álava, su actividad se ceñía en la práctica a Vitoria, ciudad de cuarenta mil habitantes.
Al
conocer el paño, examinó y calculó
-antes de nada- la capacidad económica de los vitorianos pudientes, -los otros
no solían contratar seguro alguno- para ver
el modo de abordar a los que ya consideraba como sus potenciales amigos, para conseguir la firma de sendas pólizas. No quería mendigar
lo contratos; su idea era cerrarlos por
vía amistosa, de modo que cada nuevo titular del seguro estuviera convencido de
las ventajas de aquella operación; que no creyera, más o menos, que estaba prestando un favor al asegurador. No; los
seguros no podían ser la consecuencia o la contrapartida de promesas o
coacciones: deberían surgir por mutua conveniencia y esto exigía una
planificación minuciosa de las entrevistas con los clientes, para que la oferta
y la demanda nacieran de un trato entre
iguales y por convicción. César entendía
que esa relación sólo podía darse entre
amigos. Por eso consideró imprescindible contar con un fichero de lenta formación al que ahora
tendría que darle forma con la colaboración de Rebeca, su secretaria para todo.
En una tarea para ganarse amigos, antes era necesario conocerlos.
Desde
esta perspectiva, saber cómo era
Vitoria, equivalía a tener una idea fiel
de sus habitantes, de su poder
económico y, por ende, de su interés por contratar un seguro; para él, datos a los que no podía renunciar; algo imprescindible.
Vitoria
y sus habitantes tendrían que ser objeto de un detenido análisis para deducir
las rentas de cada cual. A partir de ese censo
debería iniciarse una labor lenta, habilidosa y precisa para
conocer, además de la situación económica de esos vitorianos de ambos sexos
susceptibles de contratar un seguro, sus
preferencias, sus puntos débiles. Los vitorianos mejor dotados económicamente serían, sólo ellos, los
calificados como dignos de estar
registrados en su fichero.
Era
una cuestión de método. César frecuentaría el trato de todo aquel
vitoriano o residente en la ciudad que
diera muestras externas de estar en buena situación o con reconocidas dotes
para prosperar en un futuro próximo. Entre ellos tendría que buscar nuevos
amigos y una clientela fiel. Y para eso frecuentaría tanto iglesias, como teatros o cines, casinos
y clubs deportivos, restaurantes,
centros de reunión, colegios profesionales, barras de café, oficinas bancarias y sedes de ahorro en las que recoger noticias sobre las personas con mejor presente o futuro dentro de la ciudad, o de la provincia, para luego darse
a conocer de la forma más conveniente a sus fines.
El
militar retirado César era consciente de que en una sociedad donde todos, más o menos, se conocen de
vista, el solo hecho de tener un
conocimiento cabal y profundo del
vecindario, daría a su poseedor
elementos de juicio para obrar con rectitud y sana astucia y hacerse distinguir por sus
deseos de hacer el bien; tal forma de conducirse le daría un aura de prestigio,
potenciadora de unas buenas relaciones y de toda suerte de
encuentros.
Vitoria, afectada por la
crisis social y económica que, entre otras corrientes implementó la II
República, fue previamente dividida por César, de forma elemental pero muy
práctica, en varios estratos. Tuvo en cuenta los niveles de renta disponible de
cada uno de los fichados y de sus patrimonios
Según estos cálculos, el número de
familias millonarias, teniendo en cuenta las referencias aludidas, no pasaría de
cuarenta. Por otra parte, los hogares donde a fin de mes cerraban el
balance de ingresos y gastos con excedentes, podrían ser unos quinientos. Las
familias que contaban con ingresos y gastos nivelados, tal vez fueran unas mil;
el resto cuando no pedían crédito al tendero para acabar el mes, salía a pasear en las calles céntricas con la ropa de trabajo y con
zapatos o botas necesitados de medias suelas. No pasarían al fichero de César; no podían asegurar sus
bienes.
En
suma, en una ciudad donde habitaban unas
diez mil familias, tan solo unas mil quinientas o poco más tenían intereses
susceptibles de ser registrados y de darles cabida en el fichero metálico de
César como gestor de seguros.
Todos los días del año, salvo los de fiesta, incorporaba
nuevos datos en fichas individuales; datos que recogía en su frecuente trato
con los distintos protagonistas del
mundillo industrial y mercantil y de los
rentistas de Vitoria. Era una tarea
interesante que pronto se revelaría cómo muy productiva.
Los
principales personajes identificados en el acopio de datos para el fichero,
surgieron y fueron elegidos por César de manera calculada. Luego, Rebeca,
cuidadora del fichero como si fuera suyo, duplicó el contenido de cada ficha en un libro de tapas
duras con separaciones conseguidas por medio de pestañas alfabéticas, muy usados
en la contabilidad comercial.
A
medida que aumentaba la información, cuando la tanda de los
elegidos crecía y los datos familiares y particulares entraban en juego, César percibió que
manejaba una materia explosiva y peligrosa. Por tanto sintió la responsabilidad
y la obligación de mantener secretos tan valiosos datos. Lo primero que hizo
fue encargar el montaje en su oficina de una caja fuerte y asegurarse con
Rebeca de que la guarda y custodia de
los datos que iba recogiendo era segura; exigía
un secreto total. Era conveniente tener en cuenta la inestabilidad
política de la II República, no por ser un régimen con poca tradición en España,
sino porque estaba dirigido por unos intelectuales burgueses presionados, a su juicio, por cabecillas revolucionarios y peligrosos,
capaces de arrastrar a las masas con su oratoria, sobre todo en los sectores
más duros, reivindicativos y revolucionarios de España.
Nada
tenían que ver los intelectuales pro republicanos, que defendían los “derechos
del hombre” y “los imperativos
culturales”, con los otros, los partidarios de la “revolución del proletariado”.
Los primeros trajeron la República y los últimos, los proletarios, fueron los grandes
apuntaladores de este régimen. Una
extraña mixtura –a juicio de César- de la intelectualidad que seguía siendo
burguesa, con la clase obrera, originaria de los estratos más pobres, dispuesta a radicalizar sus demandas contra
toda burguesía; clase obrera en auge que, conforme se consolidaba el poder
republicano, quería ejercer sus derechos a marchas forzadas.
La
clase media, la que realmente habría conectado mejor con la intelectualidad
republicana, vio que la política dominante del país no era propicia a mantener la
estabilidad necesaria favorable a las inversiones
productivas. España iba por una senda peligrosa y el socialismo de Prieto,
reivindicativo pero socialmente posible, se iba inclinando hacia el socialismo
marxista de Largo Caballero; el modelo a seguir para transformar España mediante
una revolución social, era el de la URSS.
Los
intereses económicos de algunas familias,
beneficiadas con el régimen monárquico, habían sufrido un grave
deterioro desde la proclamación de la
República. César había tenido ocasión de hablar con Luis Olariaga Pujana, economista vitoriano de la
cuerda de José Ortega y Gasset -uno de los intelectuales al servicio de la
República- y tuvo noticia cabal del desengaño del filósofo: al paso de un mes y
poco más de implantada la República, tomó conciencia de que la mayoría de los
elegidos para regir los destinos de España, no daban la talla exigida para
estos menesteres. No podrían ir muy lejos. “La economía - le dijo Olariaga-
hace aguas y esto no puede tener un buen final”.
Los
datos de su fichero metálico le fueron dando, a César de Lapuente, noticia de que las mejores empresas
vitorianas estaban en crisis; sin duda afectadas por la “gran depresión”
exportada desde los EE.UU.
Olariaga
señaló que “era el momento favorable para que prosperaran los movimientos
totalitarios: tanto el marxista como el fascista; una buena política debería
entender esa realidad y hacer todo lo posible para reestructurar una democracia
de corte moderno que se apoyara en valores justos y firmes”.
En
esos momentos, año de 1934, César pensó si no sería lo mejor liar el petate y marcharse de España.
¿Pero dónde ir si medio mundo estaba revuelto y necesitado de empezar de nuevo?
Tendría que seguir con los seguros y la
renta salarial que le había garantizado el intelectual republicano llamado
Azaña, a quien Dios no dotó –a su juicio- de virtudes para gobernar un país tan
complicado y diverso como era España.
Transcurridos
tres años de la viudez de César, en 1934, Pedrolo, su hijo, estudiante –quinto
de bachiller- a punto de cumplir los quince años, había recibido los primeros panfletos de un
movimiento que se llamaba Falange; y
se había hecho con una pistola del nueve
largo, que mantuvo a escondidas de su padre,
con la complicidad del servicio doméstico que le era fiel, o sea de Angelines.
La
distancia entre padre e hijo iba en aumento. Para el hijo, César, el cabeza de familia, era un
indecente ciudadano, capaz de compartir una yacija sexual, dentro de casa, con
una asalariada suya, con parcial olvido
de sus obligaciones familiares. Y capaz también
de renegar de su Patria, al aceptar una prebenda por una renuncia: la de
su vocación militar a cambio de un retiro pensionado. Pedrolo no veía el momento para irse de casa. El
tiempo pasaba con visos de urgencia para
huir y hacer su vida.
En
el mes de octubre de 1934 los españoles vivieron el prólogo de una guerra civil
a la que llamaron revolución que tuvo
por escenario principal la región minera de Asturias.
Estaba
muy involucrado en esta pelea el partido socialista, que se unió con idea de
encabezar el movimiento obrero e influir en los sindicatos y otras facciones
extremistas y revolucionarias.
Gobernaban
el país las derechas cuyo principal líder era el abogado José María Gil Robles,
muy vinculado a la Asociación de Propagandistas promovida por la Acción Católica. Era por
tanto una derecha impregnada de las más puras esencias religiosas orientadas
desde el Vaticano. En consecuencia, un movimiento opuesto al sentir irreligioso
y anticlerical de toda la izquierda española.
En
Asturias se contaba con el fuerte arraigo sindical de los anarquistas y
socialistas. Estos últimos, tildados de, ventajistas por su colaboración con el
dictador Primo de Ribera durante su mandato, estaban de vuelta de sus recientes
defecciones y, sobre todo del líder, Largo Caballero: llegó a sostener que la
revolución obrera no cuajaría con el apoyo de una República burguesa; era
necesario implantar una previa dictadura del proletariado, tal y como pasó en
Rusia.
Largo Caballero tuvo
éxito al radicalizar su actitud y ganó en popularidad, hasta el punto de ser
apodado el “Lenin español”. Parece que a
Indalecio Prieto, líder socialista igualmente, este ascenso de la popularidad entre
las masas de izquierdas de Francisco Largo, le sentó como caricia a contrapelo
y sin que nadie lo esperara se implicó de lleno en la organización del
proyectado golpe revolucionario de 1934;
por lo menos con un alijo de armas que se transportaron hasta Asturias en el
vapor “Turquesa”.
Este
alzamiento revolucionario pudo ser controlado en Vizcaya y en Guipúzcoa, pero
en Asturias duró unas tres semanas y se contaron miles de víctimas. En realidad
allí empezó la guerra civil que continuaría en 1936. La lucha continuó con
episodios sueltos. El sentimiento
herido de muchos españoles hizo que la sociedad quedara dividida en dos sectores dominados,
uno por los rojos y otro por los azules.
Largo
Caballero lo diría más tarde: esta lucha terminará en dictadura y yo quiero que sea una dictadura del
proletariado.
A César –como a muchos españoles-
le preocupaba el giro que los
socialistas estaban dando a su proyecto político. No era aventurado pensar que,
en el seno de las izquierdas, estaban de acuerdo con el modelo revolucionario implantado en la URSS. Era significativo que
la revolución quisieran iniciarla en Asturias en un mes de octubre. Tampoco había duda de que una parte de las derechas tomó como
modelo la Italia fascista de Mussolini.
En
medio de esta crisis, la gestión de seguros no se dinamizaba como César hubiera
querido. Firmar un contrato, sobre
riesgos futuros, era para el cliente un acto de fe: éste daba su firma y un
dinero por algo que podía o no pasar, ante otra firma y una promesa de contraprestación
económica, en el supuesto de que se le causaran daños. La mayor parte de los
asegurados no leían la letra pequeña y al final todo lo fiaban a su amistad con
el agente asegurador, sobre todo si
mediaba una buena relación entre ambos.
Cada agente de seguros
debería tomar conciencia de que esta amistad tenía que probarse de algún modo.
Y a César no se le ocurrió mejor método que el de ofrecerse como amigo a todos y cada uno de los que habían suscrito
con él una póliza de seguro. Esta oferta caía bien y no eran pocos los que
la materializaron pidiendo algún favor a
su amigo el de los seguros.
Por
tal razón César tuvo que reeducarse, aprender a ser amable, simpático y servicial; a caer bien entre la gente y a no tener
remilgo alguno en prestar pequeños
favores a sus clientes. Para ello trazó un plan sin otro objeto que el de ver y
hacerse ver en lugares públicos y pegar la hebra con cualquiera de sus muchos
conocidos.
De
todas estas relaciones César sacaba
datos y referencias para su fichero metálico. Contaba, además, con el soplo de algunos
amigos que, enterados del propósito que le guiaba, se brindaron a colaborar en
tal tarea; solía desayunar en un bar de estilo moderno, con larga barra y algún
espacio no muy grade para sentarse en torno a una docena de mesas
estratégicamente dispuestas. El bar fue redimensionado por un arquitecto en
paro que aceptó el encargo de preparar el espacio y decorarlo íntegramente
siguiendo una corriente estética moderna, en este caso cubista. Todo -el local,
el mobiliario, la decoración, el
utillaje- tenía que responder a ese estilo, pese a que muy pocos iban a
identificarlo como tal, puesto que el español medio no se detenía en asumir estas novedades que llegaban con los mensajes modernistas. El
bar se llamaría “Gautxori” (pájaro de la noche, en vascuence) y daría la nota en la ciudad de Vitoria, aún
anclada en el siglo XIX. Era un local donde el artista trabajó los espacios vacios y no los
volúmenes. Estuvo decorado con litografías de los pintores vanguardistas que surgieron
en Paris en la primera década del siglo
XX.
Al
poco de llegar César al bar, cada mañana a tomar su café, aparecía un agente de
la “secreta” llamado Bernardo, que se
valía de la escasez de clientes, para pegar la hebra con el
hombre de los seguros y autoproclamarse su amigo. Y lo fue, quizás el que más
generosamente se prestó a facilitarle datos confidenciales de buen número de
familias de Vitoria. César nunca preguntó de dónde procedía aquella información
tan completa.
Pero
la cosa no quedaba ahí. A primera hora de la tarde se acercaba César al Círculo
Vitoriano donde tomaba –en la sala de juego- un café de los clásicos, en
compañía de dos vitorianos cincuentones: Ramiro Gómez y Cayetano Ezquerra,
burgueses ambos, dedicados al comercio de lanas el primero y a la
elaboración de chocolates el segundo.
Mantenía una conversación muy suelta que César la centraba en temas vitorianos;
siempre surgía algo, pequeñas misceláneas a cargo de personajes de
la ciudad, conocidos vitorianos, que luego redactadas en casa podían pasar al
fichero.
Otra
fuente informativa –ésta tenía un precio- venía de un empleado foral cargado de
hijos. Trabajaba en la sección de
hacienda y manejaba datos que bajo secreto sumarísimo se los facilitaba a César
verbalmente, mientras tomaban una copichuela en una tasca de la
cuesta de San Francisco, donde alternaba el funcionario.
Después
de la Revolución de Asturias y de ser detenidos milicianos voluntarios a
millares, las izquierdas acentuaron su
odio a las derechas represivas; odio que se escenificó en las calles de España,
en demasiadas ocasiones, a tiro limpio
con bajas dolorosas para ambos bandos
combatientes. Lucha propia de una guerra civil larvada
En
ese clima explosivo, el Presidente de la República, disolvió la Cámara y
convocó nuevas elecciones cuyo desenlace estaba anunciado para febrero
de 1936. Vitoria se llenó de
carteles electorales. Las izquierdas de toda España se unieron en un Frente
Popular. Las derechas no fueron capaces de lograr algo parecido. No percibieron
lo trascendente que era el sacrificio de pequeñas ambiciones de partido, a las
inexcusables exigencias de una lucha feroz que terminaría siendo armada.
Por
los primeros días de julio de 1936, el comandante Salcedo, en activo, pidió una
entrevista con su ex-compañero César. Se citaron en el bar Gautxori, pero sin
tiempo para sentarse, a sugerencias de Salcedo - que vestía de paisano, pese a
que nunca colgaba el uniforme militar -
fueron a parar a las gradas del Frontón Vitoriano. Esta cancha solía
utilizarse por los aficionados de la pelota vasca para sus entrenamientos en
horas libres, y para partidos entre profesionales los días festivos. La entrada
era libre, salvo para asistir a la
celebración de espectáculos, y se permitía que allí se congregara un
heterogéneo público, no se sabe si para pasar el rato, eludir el frío o ambas cosas a la vez. César y Salcedo,
entre la plebe allí congregada, pasaron desapercibidos.
-
¿Qué pasa? – preguntó César a su amigo, una vez acomodados en una de las
bancadas de espectadores.
-
¿Cómo ves la situación política?
-
¿Y cómo la ves tú?
-
Ten paciencia, porque antes quiero que me digas si sitúo bien los hechos; si
mis apreciaciones son o no acertadas.
-Sigue…
Salcedo
se tomó un respiro.
-
No sé
por dónde empezar…
-
Empieza.
¿Qué más da?
- Es cierto que para sofocar la Revolución de
Asturias se sirvió el mando de unidades de la Legión y tropas de
Regulares, que la lucha duró más de
quince días, que los revolucionarios
contaron unos mil cien muertos y más de dos mil heridos y que las tropas y agentes de seguridad tuvieron unas
trescientas bajas. ¿Llamarías a eso una guerra civil?
-
No. Pero tal y cómo se han desarrollado los acontecimientos, a partir de esos
hechos y contando los que vienen
sucediéndose estas últimas semanas, diría que los españoles estamos librando una guerra
latente, pero guerra. Las luchas fratricidas se mantienen pero no se declaran.
-
¿En qué te apoyas para decir eso?
-
Me apoyo en el desarrollo de los acontecimientos entre los dos sectores en lucha: la España
tradicional contra la España revolucionaria. No es un combate dialéctico; es una guerra violenta y armada.
Sólo que cuando dos potencias se enfrentan, hay una fase previa de preparación.
En España, entre dos tendencias que en
nada congenian, se lanzan al ataque sin aviso previo y los comienzos son
inciertos; mucho más si es una guerra con intervención militar.
-
¿Crees en la guerra aunque no estemos
metidos en ella?
-
¿Ah, no? ¿No estamos en guerra? Tú me dirás. Fíjate en la campaña electoral y
razona: ¿Tú crees que de no estarlo se habrían cruzado los mensajes que se enviaron
sin rebozo alguno por los rojos contra los azules y viceversa?
-
¿Cuáles?
-
Toma nota de lo que planteó en Alicante
el líder socialista Francisco Largo Caballero: “Quiero decirles a las derechas
que si triunfamos colaboraremos con nuestros aliados; pero si triunfan las
derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con nuestros aliados
dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la guerra civil declarada. Que
no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas, que nosotros lo realizamos”,
según El Liberal, de Bilbao, del 20 de enero de 1936.
-
Guerra civil no declarada… Luego ¿ya viven en guerra civil?
- Y días más tarde, en el mes de
febrero, en Linares:
“... la clase obrera debe
adueñarse del poder político, convencida de que la democracia es incompatible
con el socialismo, y como el que tiene el poder no ha de entregarlo
voluntariamente, por eso hay que ir a la Revolución”.
- Bien, pero las apariencias engañan. Después de ganadas
las elecciones por el Frente Popular el Gobierno constituido funciona
democráticamente.
- Si a lo que tenemos le llamas
funcionar, pase… Pero no funciona. Los comités de las fuerzas revolucionarias hacen lo que quieren y el Gobierno de la
nación ha hecho mutis por el foro.
- No sé qué decirte…
- No digas nada y así no te equivocarás. ¿Eso es todo lo que querías
saber? Te diré que hay más datos. Es el propio José Antonio Primo de Rivera
quien, en el discurso fundacional de la Falange en 1933, alimentó la guerra
civil con sus propias teorías: “Queremos que España recobre resueltamente el
sentido universal de su cultura y de su Historia. Y queremos, por último, que
si esto ha de lograrse en algún caso por la violencia, no nos detengamos ante
la violencia. Porque, ¿quién ha dicho –al hablar de "todo menos la
violencia"– que la suprema jerarquía de los valores morales reside en la
amabilidad? ¿Quién ha dicho que cuando insultan nuestros sentimientos, antes
que reaccionar como hombres, estamos obligados a ser amables? Bien está, sí, la
dialéctica como primer instrumento de comunicación. Pero no hay más dialéctica
admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a
la justicia o a la Patria”.
-Te confesaré –terminó el Comandante Salcedo- que tienes razón: algo
está en marcha y saltará pronto la noticia de guerra real. ¡Y aún no sé qué partido tomar!
- Si yo pudiera me iría lejos de
España. Cuanto más lejos, mejor. Pero no puedo irme. Y no sabes cuánto lo
siento.
Los hechos se fueron precipitando
aunque, a decir verdad, Vitoria apenas aparecía en las crónicas de sucesos
políticos.
Pero muy cerca de donde estaban
reunidos, en el gran Frontón Hotel, tenía su alojamiento el llamado a
protagonizar en Vitoria el golpe de
Estado de julio de 1936: Camilo Alonso
Vega.
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