miércoles, 24 de mayo de 2017

EL FICHERO




EL FICHERO
Una novela testimonial, intrincada y erosiva.










PEDRO MORALES MOYA























“Esta lucha de salvajes, a cazarse los unos a los otros, se trama hoy entre unas  naciones contra otras y dentro de cada nación en una guerra civil…”

(Miguel de Unamuno)





















1    CESAR DE LA PUENTE.


Pedrolo tomó conciencia plena de haber perdido  a su madre  a la mañana siguiente del entierro, al salir de casa para ir al colegio,  cuando la chacha, Angelines,  dio los últimos toques a su vestuario y   se tomó la confianza de plantarle un beso en la frente con un “adiós”, tal y como la progenitora del chuico hacía en vida. Su padre no apareció en tan familiar trance y Pedrolo amasó  una ráfaga de soledad, algo parecido al sentimiento de  un expósito.
De retorno a casa, al mediodía, fue también Angelines quien  abrió la puerta de entrada y de nuevo lo recibió con otro beso  que, ahora sí, tomó por sincera prueba de cariño casi maternal. Al poco llegó su padre, César de la Puente, vestido con sencillez;  la  concesión a sus gustos de petimetre se limitaba a usar  camisa con cuello de pajarita y un llamativo lazo.
 Se interesó por la jornada escolar de Pedrolo:
-¿Cómo te ha ido?
-Bien, -dijo el muchacho, con muestras de no querer extenderse en más explicaciones.
En ese momento  sonó el timbre y asomó por el umbral de la vivienda  el tío Fernando  José,  telegrafista,  soltero, hermano de su madre, invitado a comer por su cuñado César en un intento de aliviar el clima hostil entre  padre e hijo, creado desde  la inesperada muerte de Enriqueta, su madre.  Fernando José aceptó la invitación que sería la última; su idea era no  implicarse en líos familiares. Veía a Pedrolo -su sobrino- resignado a  crecer y a madurar a su aire, tomando a su padre como  modelo a no imitar.
Pedrolo cumpliría pronto catorce años. Su vida, la de un mozalbete aislado, despierto,  decidido  y dado a la observación de  conductas  ajenas, se tradujo en un esquema de respuestas críticas resumidas en este pensamiento: “mi padre es un vividor de alma endurecida,  capaz de usar  en su provecho a todo  ser viviente que se ponga a tiro; no lo voy a imitar. ¡Nunca!”.
 César de la Puente era accionista y delegado en Álava de la Gran Compañía de Seguros y Reaseguros Generales. Para ayudarse en las tareas de este negocio, contrató los servicios de una guapa mecanógrafa, Rebeca, de unos veinticinco  años, soltera,  gran tipo de mujer, con la que se revolcaba un día sí y otro no sin salir de la oficina. El mutuo acuerdo condujo estas relaciones con el respeto y confianza  que para sí quisieran muchos matrimonios. El empresario  de seguros, militar retirado por la ley de Azaña, afectuoso y leal, no puso condiciones que  limitaran el  comportamiento de Rebeca fuera del trabajo;  a su vez, le asignó  un buen salario y una participación en los beneficios de la empresa de forma que se sintiera unida a él, a César, por un lazo de confianza y otro de lucro -amoríos aparte-  de signo singular y personificado.
Rebeca, era la única responsable de mantener al día el fichero metálico que César le había confiado. Quedó advertida de que su tarea,  delicada y minuciosa, tenía un fin: reunir una colección de datos personales y confidenciales referidos a posibles  clientes y futuros amigos suyos, como  gestor de seguros.
También llevaba Rebeca  otros  asuntos burocráticos propios de un negocio en pleno rendimiento: cartas y copias de archivo,  registro  de facturas, emisión de recibos y toma de notas y apuntes contables, gastos  de personal, viajes, comisiones, además de los correspondientes  pagos de renta, calefacción, teléfono, luz y varios, todos referidos al  local que se habilitó para la empresa dentro de la vivienda familiar.
Angelines, la chica  de servicio, -también joven, veintidós años-  al morir el ama de casa se hizo cargo de la totalidad de las tareas domésticas. Suplió a la señora de la casa, a Enriqueta, hasta donde le fue posible.  Angelines, con un metro sesenta y dos de altura, delgada, puro nervio, de noble porte, era capaz de  llevar las tareas de a diario con puntualidad y esmero, algo que César supo agradecer. Había entrado al servicio de la familia como niñera con catorce años –cuando Pedrolo tenía dos-, y poco a poco, junto a  Enriqueta, había aprendido todos los secretos de una aplicada madre de familia: limpiar,  guisar, coser y mantener  la casa  en orden con diligencia y buen humor
              Pedrolo fue descubriendo las debilidades de su padre, al  que tomó por ogro. No era Rebeca, ahora amante de Cesar,   la  culpable. Si lo era él, el macho, el César que hizo  burla  de su difunta mujer. Pedrolo, como hijo, se consideró traicionado.
              César pasó de de ser comandante de infantería, a cobrar un retiro; a verse agraciado,  aún joven,  con el título de pensionista, sin perder un solo céntimo de sus haberes en activo. Esto  le permitió -era compatible- tener el día libre para hacer algo de provecho y acrecentar sus ganancias. Decidió concertar, con la Gran Compañía de Seguros y Reaseguros  Generales,  la puesta a punto en Álava de una Delegación beneficiosa para la empresa y para él. Lo malo del caso era que otros compañeros suyos, vista esta opción, lo  imitaron; así empezaron a funcionar tres nuevas gestoras de otras tantas aseguradoras con un mismo objetivo: conseguir  clientes,  aunque no estuvieran sensibilizados para valorar la conveniencia de prevenir  riesgos y asegurarse para diluir sus efectos.
              César decidió hacer un examen profundo y objetivo del mercado  para fijarse una disciplina de trabajo. Aunque se hablaba de Álava, su actividad se ceñía en la práctica  a Vitoria, ciudad de cuarenta mil habitantes.
              Al conocer el paño,  examinó y calculó -antes de nada- la capacidad económica de los vitorianos pudientes, -los otros no solían contratar seguro alguno- para ver  el modo de abordar a los que ya consideraba como sus  potenciales amigos, para conseguir la  firma de sendas pólizas. No quería mendigar lo contratos; su  idea era cerrarlos por vía amistosa, de modo que cada nuevo titular del seguro estuviera convencido de las ventajas de aquella operación; que no creyera, más o menos, que  estaba prestando un favor al asegurador. No; los seguros no podían ser la consecuencia o la contrapartida  de promesas o  coacciones: deberían surgir por mutua conveniencia y esto exigía una planificación minuciosa de las entrevistas con los clientes, para que la oferta y la demanda nacieran de  un trato entre iguales y  por convicción. César entendía que esa relación sólo  podía darse entre amigos. Por eso consideró imprescindible contar con  un  fichero de lenta formación al que ahora tendría que darle forma con la colaboración de Rebeca, su secretaria para todo. En una tarea para ganarse amigos, antes era necesario conocerlos.
              Desde esta perspectiva, saber cómo era  Vitoria, equivalía a tener una idea fiel  de sus habitantes,  de su poder económico y, por ende, de su  interés  por contratar un seguro;  para él,  datos a los que no podía renunciar; algo imprescindible.
              Vitoria y sus habitantes tendrían que ser objeto de un detenido análisis para deducir las  rentas  de cada cual. A partir de ese censo debería  iniciarse  una labor lenta, habilidosa y precisa para conocer, además de la situación económica de esos vitorianos de ambos sexos susceptibles de contratar un  seguro, sus preferencias, sus puntos débiles. Los vitorianos mejor dotados  económicamente serían, sólo ellos, los calificados como  dignos de estar registrados en su fichero.
              Era una cuestión de método. César frecuentaría el trato de todo aquel vitoriano  o residente en la ciudad que diera muestras externas de estar en buena situación o con reconocidas dotes para prosperar en un futuro próximo. Entre ellos tendría que buscar nuevos amigos y una clientela fiel. Y para eso frecuentaría  tanto iglesias, como teatros o cines, casinos y clubs deportivos,  restaurantes, centros de reunión, colegios profesionales,  barras de café, oficinas bancarias y  sedes de ahorro  en las que recoger noticias sobre las personas  con mejor presente o futuro dentro  de la ciudad, o de la provincia, para luego darse a conocer de la forma más conveniente a sus fines.
              El militar retirado César era consciente de que en una sociedad  donde todos, más o menos, se conocen de vista, el solo hecho de tener   un conocimiento cabal y profundo  del vecindario,   daría a su poseedor elementos de juicio para  obrar con rectitud  y sana astucia y hacerse distinguir por sus deseos de hacer el bien; tal forma de conducirse le daría un aura de prestigio,  potenciadora de unas  buenas relaciones y de toda suerte de encuentros.
              Vitoria, afectada por la crisis social y económica que, entre otras corrientes implementó la II República, fue previamente dividida por César, de forma elemental pero muy práctica, en varios estratos. Tuvo en cuenta los niveles de renta disponible de cada uno de los fichados y de sus patrimonios
              Según estos cálculos, el número de familias millonarias, teniendo en cuenta las referencias aludidas,  no pasaría de  cuarenta. Por otra parte, los hogares donde a fin de mes cerraban el balance de ingresos y gastos con excedentes, podrían ser unos quinientos. Las familias que contaban  con ingresos  y gastos nivelados, tal vez fueran unas mil; el resto cuando no pedían crédito al tendero para acabar el mes, salía  a pasear en las calles  céntricas con la ropa de trabajo y con zapatos o botas necesitados de medias suelas. No pasarían al  fichero de César; no podían asegurar sus bienes.
              En suma,  en una ciudad donde habitaban unas diez mil familias, tan solo unas mil quinientas o poco más tenían intereses susceptibles de ser registrados y de darles cabida en el fichero metálico de César como gestor de seguros.
               Todos los días del año, salvo los de fiesta, incorporaba nuevos datos en fichas individuales; datos que recogía en su frecuente trato con  los distintos protagonistas del mundillo industrial  y mercantil y de los rentistas  de Vitoria. Era una tarea interesante que pronto se revelaría cómo muy productiva.
              Los principales personajes identificados en el acopio de datos para el fichero, surgieron y fueron elegidos por César de manera calculada. Luego, Rebeca, cuidadora del fichero como si fuera suyo, duplicó el  contenido de cada ficha en un libro de tapas duras con separaciones conseguidas por medio de pestañas alfabéticas, muy usados en la contabilidad comercial.
              A medida que aumentaba la información, cuando la tanda   de los elegidos crecía y los datos familiares y particulares  entraban en juego, César percibió que manejaba una materia explosiva y peligrosa. Por tanto sintió la responsabilidad y la obligación de mantener secretos tan valiosos datos. Lo primero que hizo fue encargar el montaje en su oficina de una caja fuerte y asegurarse con Rebeca de que  la guarda y custodia de los datos que iba recogiendo era segura; exigía  un secreto total. Era conveniente tener en cuenta la inestabilidad política de la II República, no por ser un régimen con poca tradición en España, sino porque estaba dirigido por unos intelectuales burgueses  presionados,  a su juicio, por cabecillas revolucionarios y peligrosos, capaces de arrastrar a las masas con su oratoria, sobre todo en los sectores más duros, reivindicativos y revolucionarios de España.
              Nada tenían que ver los intelectuales pro republicanos, que defendían los “derechos del hombre” y  “los imperativos culturales”, con los otros, los partidarios de la “revolución del proletariado”. Los primeros trajeron la República y los  últimos, los proletarios, fueron los grandes apuntaladores de este régimen.  Una extraña mixtura –a juicio de César- de la intelectualidad que seguía siendo burguesa, con la clase obrera, originaria de los estratos más pobres,  dispuesta a radicalizar sus demandas contra toda burguesía; clase obrera en auge que, conforme se consolidaba el poder republicano, quería ejercer sus derechos a marchas forzadas.
              La clase media, la que realmente habría conectado mejor con la intelectualidad republicana, vio que la política dominante  del país no era propicia a mantener la estabilidad necesaria  favorable a las inversiones productivas. España iba por una senda peligrosa y el socialismo de Prieto, reivindicativo pero socialmente posible, se iba inclinando hacia el socialismo marxista de Largo Caballero; el modelo a seguir para transformar España mediante una revolución social, era el de la URSS.
              Los intereses económicos de algunas familias,  beneficiadas con el régimen monárquico, habían sufrido un grave deterioro  desde la proclamación de la República. César había tenido ocasión de hablar con  Luis Olariaga Pujana, economista vitoriano  de   la cuerda  de José Ortega y Gasset  -uno de los intelectuales al servicio de la República- y tuvo noticia cabal del desengaño del filósofo: al paso de un mes y poco más de implantada la República, tomó conciencia de que la mayoría de los elegidos para regir los destinos de España, no daban la talla exigida para estos menesteres. No podrían ir muy lejos. “La economía - le dijo Olariaga- hace aguas y esto no puede tener un buen final”.
              Los datos de su fichero metálico le fueron dando,  a César de  Lapuente, noticia de que las mejores empresas vitorianas estaban en crisis; sin duda afectadas por la “gran depresión” exportada desde los EE.UU.
              Olariaga señaló que “era el momento favorable para que prosperaran los movimientos totalitarios: tanto el marxista como el fascista; una buena política debería entender esa realidad y hacer todo lo posible para reestructurar una democracia de corte moderno que se apoyara en valores justos y firmes”.
              En esos momentos, año de 1934, César pensó si no sería  lo mejor liar el petate y marcharse de España. ¿Pero dónde ir si medio mundo estaba revuelto y necesitado de empezar de nuevo? Tendría que seguir con los seguros y la  renta salarial que le había garantizado el intelectual republicano llamado Azaña, a quien Dios no dotó –a su juicio- de virtudes para gobernar un país tan complicado y diverso como era España.
              Transcurridos tres años de la viudez de César, en 1934, Pedrolo, su hijo, estudiante –quinto de bachiller- a punto de cumplir los quince años,  había recibido los primeros panfletos de un movimiento que se llamaba Falange;  y se  había hecho con una pistola del nueve largo, que mantuvo a escondidas de su padre,  con la complicidad del servicio doméstico que  le era fiel, o sea de Angelines.
              La distancia entre padre e hijo iba en aumento. Para el  hijo, César, el cabeza de familia, era un indecente ciudadano, capaz de compartir una yacija sexual, dentro de casa, con una asalariada suya, con parcial  olvido de sus obligaciones familiares. Y capaz también  de renegar de su Patria, al aceptar una prebenda por una renuncia: la de su vocación militar a cambio de un retiro pensionado. Pedrolo  no veía el momento para irse de casa. El tiempo pasaba con visos  de urgencia para huir y hacer su vida.
              En el mes de octubre de 1934 los españoles vivieron el prólogo de una guerra civil a la que llamaron revolución que tuvo  por escenario principal la región minera de Asturias.
              Estaba muy involucrado en esta pelea el partido socialista, que se unió con idea de encabezar el movimiento obrero e influir en los sindicatos y otras facciones extremistas y revolucionarias.
              Gobernaban el país las derechas cuyo principal líder era el abogado José María Gil Robles, muy vinculado a la Asociación de Propagandistas  promovida por la Acción Católica. Era por tanto una derecha impregnada de las más puras esencias religiosas orientadas desde el Vaticano. En consecuencia, un movimiento opuesto al sentir irreligioso y anticlerical de toda la izquierda española.
              En Asturias se contaba con el fuerte arraigo sindical de los anarquistas y socialistas. Estos últimos, tildados de, ventajistas por su colaboración con el dictador Primo de Ribera durante su mandato, estaban de vuelta de sus recientes defecciones y, sobre todo del líder, Largo Caballero: llegó a sostener que la revolución  obrera no cuajaría  con el apoyo de una República burguesa; era necesario implantar una previa dictadura del proletariado, tal y como pasó en Rusia.
              Largo Caballero tuvo éxito al radicalizar su actitud y ganó en popularidad, hasta el punto de ser apodado el “Lenin  español”. Parece que a Indalecio Prieto, líder socialista igualmente, este ascenso de la popularidad entre las masas de izquierdas de Francisco Largo, le sentó como caricia a contrapelo y sin que nadie lo esperara se implicó de lleno en la organización del proyectado  golpe revolucionario de 1934; por lo menos con un alijo de armas que se transportaron hasta Asturias en el vapor “Turquesa”.
              Este alzamiento revolucionario pudo ser controlado en Vizcaya y en Guipúzcoa, pero en Asturias duró unas tres semanas y se contaron miles de víctimas. En realidad allí empezó la guerra civil que continuaría en 1936. La lucha continuó  con  episodios sueltos. El  sentimiento herido de muchos españoles hizo que la sociedad  quedara dividida en dos sectores dominados, uno por los rojos y otro por los azules.
              Largo Caballero lo diría más tarde: esta lucha terminará en dictadura y  yo quiero que sea una dictadura del proletariado.
                       A César –como a muchos españoles- le preocupaba el giro  que los socialistas estaban dando a su proyecto político. No era aventurado pensar que, en el seno de las izquierdas, estaban de acuerdo con el modelo revolucionario  implantado en la URSS. Era significativo que la revolución quisieran iniciarla en Asturias en un  mes de octubre. Tampoco había duda de que una parte de las derechas tomó como modelo la Italia fascista de Mussolini.
              En medio de esta crisis, la gestión de seguros no se dinamizaba como César hubiera querido. Firmar un contrato,  sobre riesgos futuros, era para el cliente un acto de fe: éste daba su firma y un dinero por algo que podía o no pasar, ante  otra firma y una promesa de contraprestación económica, en el supuesto de que se le causaran daños. La mayor parte de los asegurados no leían la letra pequeña y al final todo lo fiaban a su amistad con el agente asegurador,  sobre todo si mediaba una buena relación  entre ambos.
              Cada agente de seguros debería tomar conciencia de que esta amistad tenía que probarse de algún modo. Y a César no se le ocurrió mejor método que el de ofrecerse como amigo  a todos y cada uno de los que habían suscrito con él una póliza de seguro. Esta oferta caía bien y no eran pocos los que la  materializaron pidiendo algún favor a su amigo el de los seguros.
              Por tal razón César tuvo que reeducarse, aprender a ser amable,  simpático y servicial;  a caer bien entre la gente y a no tener remilgo alguno en prestar  pequeños favores a sus clientes. Para ello trazó un plan sin otro objeto que el de ver y hacerse ver en lugares públicos y pegar la hebra con cualquiera de sus muchos conocidos.
              De todas estas relaciones  César sacaba datos y referencias para su fichero metálico. Contaba, además, con el soplo de algunos amigos que, enterados del propósito que le guiaba, se brindaron a colaborar en tal tarea;  solía desayunar en un bar  de estilo moderno, con larga barra y algún espacio no muy grade para sentarse en torno a una docena de mesas estratégicamente dispuestas. El bar fue redimensionado por un arquitecto en paro que aceptó el encargo de preparar el espacio y decorarlo íntegramente siguiendo una corriente estética moderna, en este caso cubista. Todo -el local, el mobiliario, la decoración,  el utillaje- tenía que responder a ese estilo, pese a que muy pocos iban a identificarlo como tal, puesto que el español medio no se detenía  en asumir  estas novedades  que llegaban con los mensajes modernistas. El bar se llamaría “Gautxori” (pájaro de la noche, en vascuence) y  daría la nota en la ciudad de Vitoria, aún anclada en el siglo XIX. Era un local donde el artista  trabajó los espacios vacios y no los volúmenes. Estuvo decorado con litografías de los pintores vanguardistas que surgieron en Paris en la primera  década del siglo XX.
              Al poco de llegar César al bar, cada mañana a tomar su café, aparecía un agente de la “secreta”  llamado Bernardo, que se valía de la escasez de clientes, para pegar la hebra  con  el hombre de los seguros y autoproclamarse su amigo. Y lo fue, quizás el que más generosamente se prestó a facilitarle datos confidenciales de buen número de familias de Vitoria. César nunca preguntó de dónde procedía aquella información  tan completa.
              Pero la cosa no quedaba ahí. A primera hora de la tarde se acercaba César al Círculo Vitoriano donde tomaba –en la sala de juego- un café de los clásicos, en compañía de dos vitorianos cincuentones: Ramiro Gómez y Cayetano Ezquerra, burgueses ambos, dedicados al comercio de lanas el primero y a la elaboración  de chocolates el segundo. Mantenía una conversación muy suelta que César la centraba en temas vitorianos;  siempre surgía algo,  pequeñas misceláneas a cargo de personajes de la ciudad, conocidos vitorianos, que luego redactadas en casa podían pasar al fichero.
              Otra fuente informativa –ésta tenía un precio- venía de un empleado foral cargado de hijos. Trabajaba en  la sección de hacienda y manejaba datos que bajo secreto sumarísimo se los facilitaba a César verbalmente,  mientras  tomaban una copichuela en una tasca de la cuesta de San Francisco, donde alternaba el funcionario.
              Después de la Revolución de Asturias y de ser detenidos milicianos voluntarios a millares, las  izquierdas acentuaron su odio a las derechas represivas; odio que se escenificó en las calles de España, en demasiadas ocasiones,  a tiro limpio con bajas dolorosas para  ambos bandos combatientes. Lucha propia de una guerra civil larvada
              En ese clima explosivo, el Presidente de la República, disolvió la Cámara y convocó nuevas  elecciones  cuyo desenlace estaba anunciado para febrero de 1936.              Vitoria se llenó de carteles electorales. Las izquierdas de toda España se unieron en un Frente Popular. Las derechas no fueron capaces de lograr algo parecido. No percibieron lo trascendente que era el sacrificio de pequeñas ambiciones de partido, a las inexcusables exigencias de una lucha feroz que terminaría siendo armada.
              Por los primeros días de julio de 1936, el comandante Salcedo, en activo, pidió una entrevista con su ex-compañero César. Se citaron en el bar Gautxori, pero sin tiempo para sentarse, a sugerencias de Salcedo - que vestía de paisano, pese a que nunca colgaba el uniforme militar -  fueron a parar a las gradas del Frontón Vitoriano. Esta cancha solía utilizarse por los aficionados de la pelota vasca para sus entrenamientos en horas libres, y para partidos entre profesionales los días festivos. La entrada era libre,  salvo para asistir a la celebración de espectáculos, y se permitía que allí se congregara un heterogéneo público, no se sabe si para pasar el rato,  eludir el  frío o ambas cosas a la vez. César y Salcedo, entre la plebe allí congregada, pasaron desapercibidos.
              - ¿Qué pasa? – preguntó César a su amigo, una vez acomodados en una de las bancadas de espectadores.
              - ¿Cómo ves la situación política?
              - ¿Y cómo la ves tú?
              - Ten paciencia, porque antes quiero que me digas si sitúo bien los hechos; si mis apreciaciones son o no acertadas.
              -Sigue…
              Salcedo se tomó un respiro.
-          No sé por dónde empezar…
-          Empieza. ¿Qué más da?
              -    Es cierto que para sofocar la Revolución de Asturias se sirvió  el  mando de unidades de la Legión y tropas de Regulares, que la lucha duró  más de quince días,  que los revolucionarios contaron unos mil cien muertos y más de dos mil heridos y que las tropas y  agentes de seguridad tuvieron unas trescientas bajas. ¿Llamarías a eso una guerra civil?
              - No. Pero tal y cómo se han desarrollado los acontecimientos, a partir de esos hechos y contando  los que vienen sucediéndose estas últimas semanas, diría que los  españoles estamos librando una guerra latente, pero  guerra. Las luchas  fratricidas se mantienen pero no se declaran.
              - ¿En qué te apoyas para decir eso?
              - Me apoyo en el desarrollo de los acontecimientos  entre los dos sectores en lucha: la España tradicional contra la España revolucionaria. No es un combate  dialéctico; es una guerra violenta y armada. Sólo que cuando dos potencias se enfrentan, hay una fase previa de preparación. En España,  entre dos tendencias que en nada congenian,  se lanzan  al ataque sin aviso previo y los comienzos son inciertos; mucho más si es una guerra con intervención militar.
              - ¿Crees en la guerra aunque no  estemos metidos en ella?
              - ¿Ah, no? ¿No estamos en guerra? Tú me dirás. Fíjate en la campaña electoral y razona: ¿Tú crees que de no estarlo se habrían cruzado los mensajes que se enviaron sin rebozo alguno por los rojos contra los azules y viceversa?
              - ¿Cuáles?
              - Toma nota de lo que  planteó en Alicante el líder socialista Francisco Largo Caballero: “Quiero decirles a las derechas que si triunfamos colaboraremos con nuestros aliados; pero si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con nuestros aliados dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la guerra civil declarada. Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas, que nosotros lo realizamos”, según El Liberal, de Bilbao, del 20 de enero de 1936.
              - Guerra civil no declarada… Luego ¿ya viven en guerra civil?
              - Y días más tarde, en el mes de febrero, en Linares:   “... la clase obrera debe adueñarse del poder político, convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo, y como el que tiene el poder no ha de entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la Revolución”.
              - Bien, pero  las apariencias engañan. Después de ganadas las elecciones por el Frente Popular el Gobierno constituido funciona democráticamente.
              - Si a lo que tenemos le llamas funcionar, pase… Pero no funciona. Los comités de las fuerzas revolucionarias  hacen lo que quieren y el Gobierno de la nación ha hecho mutis por el foro.
              - No sé qué  decirte…
- No digas nada y así no te equivocarás. ¿Eso es todo lo que querías saber? Te diré que hay más datos. Es el propio José Antonio Primo de Rivera quien, en el discurso fundacional de la Falange en 1933, alimentó la guerra civil con sus propias teorías: “Queremos que España recobre resueltamente el sentido universal de su cultura y de su Historia. Y queremos, por último, que si esto ha de lograrse en algún caso por la violencia, no nos detengamos ante la violencia. Porque, ¿quién ha dicho –al hablar de "todo menos la violencia"– que la suprema jerarquía de los valores morales reside en la amabilidad? ¿Quién ha dicho que cuando insultan nuestros sentimientos, antes que reaccionar como hombres, estamos obligados a ser amables? Bien está, sí, la dialéctica como primer instrumento de comunicación. Pero no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria”.
-Te confesaré –terminó el Comandante Salcedo- que tienes razón: algo está en marcha y saltará pronto la noticia de guerra real. ¡Y  aún no sé qué partido tomar!
              - Si yo pudiera me iría lejos de España. Cuanto más lejos, mejor. Pero no puedo irme. Y no sabes cuánto lo siento.
              Los hechos se fueron precipitando aunque, a decir verdad, Vitoria apenas aparecía en las crónicas de sucesos políticos.
              Pero muy cerca de donde estaban reunidos, en el gran Frontón Hotel, tenía su alojamiento el llamado a protagonizar en Vitoria el  golpe de Estado de  julio de 1936: Camilo Alonso Vega.

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