Al recordar aquel pasaje de mi vida, comprendí la eficacia de unos actos preparados para hacer amigos, no desde el razonamiento, sino desde la emoción, sobre todo si ésta se vestía con anhelos de justicia: a los vascos les habían anulado sus fueros por los que se gobernaron durante siglos; una injusticia.
Claro que, seis años más tarde, en 1939, sexto de bachiller, cambié de opinión cuando un profesor de historia nos demostró que la guerra organizada y declarada por Hitler era una guerra nacionalista (del nacional socialismo) y predijo que si no se ahormaban las gentes a su mandato, todas sufrirían sin límites. Visto lo que pasó, deduje que la guerra civil española, además de un conflicto social no resuelto por vías pacíficas, fue una guerra nacionalista: el nacionalismo vasco y el catalán contra el nacionalismo español, o viceversa.
Años posteriores de hambre, enfermedades y miserias, me indujeron de nuevo a repensar que una cosa era el sentimiento patriótico, que no se traduce en dogmas, y otra la doctrina nacionalista que exige la exaltación de la Patria hasta idolatrarla; la patriolatría.
En ese momento dejé de ser nacionalista español. Y poco a poco llegué a la conclusión de que a un nacionalismo no se le puede vencer con otro nacionalismo sin caer en irreparables injusticias. Eso sí; nos harán ver, los luchadores nacionalistas y sobre todo los del bando vencedor, que no han hecho otra cosa que reparar injusticias allí donde estuvieren.¡Mentira!
Aquí, ahora y siempre, lo que interesa es vivir y trabajar en paz; y mal asunto si entre españoles -más o menos emparentados en todo sus territorios-, se tensa la cuerda. Nos acordaríamos de la vituperada manía, del Gobierno actual, de remitir los conflictos nacionalistas al Tribunal Constitucional, cuando podría utilizar medios más eficientes para defender a la nación España, sin salirse del cumplimiento de la ley.
Como sea, España va a la deriva y la cuota de responsabilidad de los políticos actuales es algo que a todos interesa; algo que se percibe pero no se mide y va siendo hora de sacar el metro.
Los partidos constitucionalistas no pueden jugar con algo tan delicado como es la paz. No estaría de más que algunos de los jerifes, ya muy quemados de tanto arrimar el ascua a su sardina, pidieran el relevo. Ganaríamos todos.
Esto aparte, la situación exige una reforma del sistema autonómico, pero hecha con cabeza sin caer en improvisaciones, como sucedió durante la transición. Sobre todo, con el cuento del plurinacionalismo, no nos lleven a crear un remedo de la finiquitada Yugoeslavia
No olvidemos que, para superar a los nacionalismos se ideó la Unión Europea.
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