A la
crisis económica que padece España, como otros países europeos, se ha unido la
crisis territorial autonómica. Crisis viciada por un defecto originario: creyeron los autonomistas que la
forma de armonizar la vida política española era oponer al centralismo estatal, diecisiete
centralismos regionales.
Planteadas las competencias que debería
asumir cada territorio
autonómico, éstas fueron fiel reflejo -hasta donde pudieron- de las otorgadas al País Vasco y a Cataluña. Los demás territorios pretendieron emularlas, sin tener en cuenta (o puede que sí)
que estas dos comunidades, manejadas por los nacionalistas, en el fondo no
aspiraban a ser autónomas, sino a instituirse como naciones soberanas e
independientes.
Ahí
están, en demostración de este aserto, las CC.AA españolas, caracterizadas por la generosidad con que crearon sociedades públicas, organismos autónomos, oficinas comerciales en el exterior (a modo de embajadas), centros docentes, aeropuertos, vías de comunicación, emisoras de TV y radio, etc. , todo ello de muy costoso sostenimiento que, además, han servido de pretexto para eludir cualquier control del poder central.
Al
final, el autonomismo descontrolado en toda España, ha sido un factor importante para meternos a todos los españoles en un
ciclo ruinoso: en una generalizada deuda
que, sumada a la creada y soportada por una mayoría de Ayuntamientos, nos puede
costar años de esfuerzo fiscal para liquidarla; una deuda paralizante de
las empresas privadas productivas.
¿Cómo corregir todo esto sin incurrir en lo que
podría ser otro pendulazo que nos lleve a hundirnos más aún?
Cuando se apela -para el País Vasco- a la actualización del espíritu foral de los antepasados vascos, más de uno se preguntará: ¿hacia donde camina este
iluminado plumífero queriendo revivir antiguallas superadas en todos los países?
No
obstante, llamo a la reflexión a mis detractores, pues ¿qué otra cosa están
haciendo los nacionalistas vascos y catalanes que basarse en unos hechos
históricos acaecidos hace siglos para, en virtud de su parcialísima
interpretación, sentar las bases del derecho a la independencia de los
respectivos pueblos vasco y catalán?
Voy a
referirme al caso vasco. Los nacionalistas hicieron acto de presencia en
la política española a finales del siglo XIX. Por esas fechas airearon sus
principios para abrirse paso entre la opinión pública. Sabino Arana valoró la adscripción católica del PNV. Por encima de todo, como
sucedía con los carlistas, estaba Dios. La ley
divina era la guía del Pueblo Vasco. Luego, en segundo término, estaba la ley vieja, que los carlistas llamaban Fueros Vascongados. Como los fueros eran otorgados por reyes con poderes
superiores, Arana quiso demostrar que no era éste el caso vasco. Sus leyes,
derivadas de los buenos usos y costumbres de los vascos, eran
“originarias”. Rechazó esta denominación de “fuero” y adoptó la de “ley vieja” (legi
zarra) originaria. Era, además, una ley democrática
y paradigmática. Sabino Arana interpretó
que este dato, unido la singularidad del
Pueblo Vasco dimanada de su raza, de su
idioma y de sus costumbres, se justificaban sus
aspiraciones independentistas.
Estos factores de identidad, -raza, idioma propio,
costumbres, leyes- a fuerza de repetidos, subyacen en la conciencia de muchos
vascos; han ido recuperando valor. Curiosamente, como esta interpretación
de lo medieval, no cuadraba con la democracia representativa implantada en
España a lo largo del siglo XIX –voto universal, tres poderes independientes y otros
principios inexistentes en las tradiciones vascas- no tuvieron inconveniente en
encajar sus aspiraciones en los modelos liberales, con tal de seguir
defendiendo las libertades vascas; en suma,
el derecho de los vascos a constituirse en su territorio, como nación
soberana. El factor más singular para identificar a los vascos, quedó reducido
al idioma y a unos cuantos mitos y costumbres que sirvieron no solo para
enriquecer su folklore, sino como modelo
de país moderno.
Todo ello sucedía pese a que, cuando
el reino visigodo fue invadido por los árabes, la España cristiana constituida
por gentes de distinto origen, empezó a tomar conciencia de la necesidad de
organizar su defensa. Desde la zona septentrional de la Península, donde se
refugiaron gentes llegadas de las tierras invadidas, se inició una tarea que sería secular. Asturias, Cantabria, Vasconia, sus moradores, participaron a lo largo del tiempo en esa tarea y fueron ganando el
territorio que, en parte, sería conocido por
Castilla. Don Claudio Sánchez Albornoz, al reconstruir la historia de esa
época, valora la participación vascongada en la construcción de Castilla, previa a la de España, y no tiene remilgo
alguno al señalar que Vasconia fue la
madre de Castilla, luego es la abuela de
España. Henos aquí que frente a la posición excluyente e independentista de Sabino Arana y de sus
seguidores más acérrimos, está la integradora de Sánchez Albornoz que da un
protagonismo principal a los vascos en la formación de España.
¿Por qué
los nacionalistas pueden mostrar con orgullo las raíces de su independentismo y
no han de poder los “integradores” sostener la tesis que da relevancia a la
participación principal de los vascos a lo largo del tiempo –de lo que hay
decenas de testimonios históricos- en la construcción de lo que luego sería la
nación española? ¿Por qué los vascos de nuestros días, no pueden sentirse
orgullosamente herederos de aquellos esforzados varones que lucharon por la
España cristiana al fin triunfante sobre la
Andalusí musulmana?
Ser
vasco integrador se ajusta más a la historia que ser vasco secesionista. Esto no es ser anti vasco. Y convencer a los
demás de estas verdades, es una tarea pedagógica, fase previa para cualquier
recuperación de votos vascos.
Abierto
este cauce, no se podrá negar cómo, en la evolución de la vida medieval
prosperaron, entre los vascos, un
conjunto de valores que conectarían al cabo del tiempo con las ideas defendidas
desde posiciones humanistas cristianas: el respeto de los derechos individuales
sobre los colectivos, la defensa del principio de subsidiariedad en la
organización político social de los pueblos, y el espíritu de cooperación como
principio básico de una justicia social moderna y progresista. Tal vez estas
ideas pudieran llegar a prosperar en un debate político histórico.
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