La democracia, para funcionar con eficacia, necesita mucho dinero y, por añadidura, estabilidad económica para que el numerario no se devalue.
Como la más sencilla de las familias, toda nación tiene limitados sus ingresos y el arte de la política obliga a no gastar por encima de ese límite; si lo desborda, se crea la inquietud y la zozobra hasta llegar al miedo. Acto seguido, lo que llega es el desmadre y la pobreza generalizada entre los gobernados más débiles.
Esto supone que los gobiernos y toda la parafernalia de los rodea, han de ser honestos y no prometer imposibles. Si así no fuere, el crecimiento de la presión tributaria subiría por el ascensor, mientras los salarios lo harían por la escalera.
Pagarían una vez más el entuerto, los de siempre. Y si así no sucediere, el fracaso del gobierno sería inmediato y, para encubrirlo, aumentaría su deuda. Eso es, en resumen, lo hecho por los Gobiernos de España que se sucedieron en los diez últimos años.
Estamos llegando al final de un ciclo cargado de corruptos y cómplices compañeros de cama. Estamos rodeados de gobernantes en potencia con nuevas promesas que incluyen mayores gastos. Estamos expuestos al cambio de algo malo, por otro algo probablemente peor y más costoso. Sólo se entrevén promesas electorales inseguras, no sometidas a un análisis previo.
Serán Gobiernos proyectados para la España que viene por futuros regidores, -del Gobierno central y de los autonómicos- cargados de ideas, que se ofrecen al elector votante como si fueran a atar perros con las longanizas del cuento.
¡Ya veredes, a tardar!
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