El trajín de la política es tan enrevesado como posible. En buena ley, dedicarse a la política, en teoría, equivale a ser virtuoso, leal, honesto y ejemplar. Pero la vida enseña. Y la vida política está llena de basura: como si tal comportamiento - segregar vilezas y contaminar los espacios libres - fuera una virtud.
No hace mucho, un personaje de la palestra catalanista, afirmaba sus cualidades, su autenticidad, su conducta modélica dando a entender: "no soy violento, porque soy creyente". Algo así como sostener "soy católico, porque no creo en Dios". Téngase en cuenta que las creencias cuanto más firmes son más rigurosas, menos tolerantes, más dispuestas a la imposición por la fuerza de criterios y conductas y a penalizar con violencia al discrepante, también considerado pecador.
Estos políticos se prestan voluntariamente a ser elegidos, para cargos de responsabilidad, amparándose en unas normas que la mayoría votante se dió para funcionar sin violencias. Henos aquí que estos "honestos" doctrinarios no están de acuerdo con esas normas. Entonces, en un alarde virtuoso, anuncian que van para ser desleales, es decir, juran o prometen de forma explícita que, al conducirse así por "imperativo legal", están libres "en conciencia" para hacer lo que más les convenga, lo que les dé la gana.
La violencia tiene muchas vías para manifestarse, algunas indoloras; y la vileza también, algunas con apariencia de virtuosas. El abolengo celtibérico de los españoles, sufridos y creyentes, no sirve para vivir en paz. Y para más ciscarnos, tomamos por virtud lo que en otros pueblos consideran vicio.
La política, así no hay quién la entienda. Moriremos de asco por imperativo legal.
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