Es indudable que España y por ende los españoles tienen un serio problema sin resolver que se agrava al paso de los días: el secesionismo planteado en Cataluña, latente en el País Vasco y tocando a vísperas en Galicia. Tal vez podría decirse que pasamos por una crisis del poder hegemónico.
Desde tiempo inmemorial, los seres humanos se agruparon para convivir y hacer frente a los elementos hostiles que dificultaban la subsistencia personal y colectiva. Y se jerarquizaron.
Todo país, por muy democrático que se estime, además de regular las libertades, de promover la igualdad ante las leyes de sus ciudadanos y de procurar un cierto bienestar a todas las clases sociales, tiene constatado que el poder -para gozar de estabilidad y cumplir sus fines- ha de estar estructurado a partir de una jerarquía bien disciplinada y montada sobre bases firmes, con cuatro pilares básicos de actuación: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. El peligro está, en que sin esas limitaciones, los jerarcas se vuelven tiranos, sátrapas, asesinos, ladrones... una lista interminable; todo menos santos.
Esto es tanto como decir que el poder necesita contrapoderes: el ejecutivo, el legislativo y el judicial, también jerarquizados; e incluso el cuarto poder -la opinión pública- sin el cual todo estaría más podrido de lo que ya está.
Si no hay jerarquía se corre el riesgo de que aparezca la anarquía o un régimen de dependencias basadas en el servilismo. Desde el momento en que el Presidente de un gobierno nacional, percibe remuneraciones inferiores a las de una autoridad jerárquicamente inferior, o un guardia civil tiene peor salario que su equivalente -un policía autónomo-, se está cometiendo una injusticia y se resiente la hegemonía jerárquica; y esto no es bueno. Cuando el poder central decae, se abre la espita para que los poderes periféricos hagan de su capa un sayo. Fríamente, lo que divide y fracciona nunca dio buenos resultados.
Nada más. Quería situarme para estar prevenido ante lo que puede sucedernos.
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