viernes, 13 de mayo de 2016

LA ESPAÑA DEL CORTO PLAZO

    En los años de la II  República, coincidiendo con que yo era un mozalbete inmerso en sus prematuras aficiones deportivas (ciclismo y fútbol), empecé a leer algunos  periòdicos de los editados en Madrid para conocer las crónicas de las primeras firmas especializadas en estas inquietudes,  que terminaron,  en otro plano, en la forja de sendos espectáculos capaces de mover mucho dinero.
    Leer era muy sencillo,  a la par que barato y entretenido: la biblioteca pública estaba en los bajos del Instituto y, entre clase y clase, podías ilustrarte a plena satisfacción. Diarios y revistas ocupaban la encimera de una sensacional mesa de roble, una colección poco manejada, porque en España se leía (y por  ahí  le andamos) muy poco.
     Así las cosas, era inevitable para aquellos pocos lectores  la consulta de páginas que ponderaban o combatían al nacismo alemán, al marxismo moscovita o al fascismo mussoliniano, frente a los cuales, con  viento de babor, se enfrentaron las dos más importantes democracias europeas: Gran Bretaña y Francia.  Todo un problema continental que  se complicó con la guerra civil española.
    Pues bien en esos días, la noticia que más dolores causaba a la sufrida cartera del español asalariado, era esta: "sigue bajando el valor de la peseta".
    Dicho de otra forma: "Aumenta la inflación a ritmo galopante". Algo que después de la guerra, se expresó con grafía humorística: "cuando suben los precios lo hacen por  el ascensor y olvidan a los salarios que lo hacen por la escalera".
    Todo viene a cuento de los cambios que prometen los políticos con el bello propósito de hacernos felices.  ¡Ni repajolero caso!
    No veo más que programas de dos tipos o clases, formulados sin garantía alguna de que puedan funcionar. Es decir, si no se cumplieran esos programas cargados de promesas,  nadie entre quienes las formularon, saldrá responsable.
    Las más engañosas de estas promesas, las formuladas con idea de cumplirlas a corto plazo, son las ideadas  para ganarse el voto de los más desasistidos. Prometen aplicar el remedio directo, vía subsidio, para no demorar la eficacia del proyecto: la felicidad a corto plazo.
    Solo hay un inconveniente: los políticos, en España, ya no tienen la máquina de imprimir moneda, como sucedía antes de que ingresáramos  en la UE. Si la tuvieran, no faltarían billetes para cumplir lo prometido, a cambio de una inflación galopante,  madre de toda pobreza crónica.
    Pero la Europa (la que otorga  créditos a sus socios) actúa bajo esta disciplina: o corta usted el gasto que gasta, o nosotros cerramos el grifo.  Vease el caso de Grecia. En suma, nada.
   Otro día les hablaré de las promesas a largo plazo.

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