sábado, 11 de julio de 2015

UNA PARTIDA DE TUTE SUBASTADO. (1)


        Los inviernos eran duros en Valdegovía. No tanto como en Valderejo, o como en los pueblos de Losa encaramados en el páramo,  largos, fríos y aburridos.
Cerca del fuego de cocinas bajas,  en torno al brasero de la mesa camilla en las casas ricas,  o junto a la  estufa en la  tasca del hostal, se animaba el coloquio entre vecinos a  la espera de meses más templados  y días  luminosos, cuando se movía la sabia de los árboles, florecía el amor  y los chicos de la escuela preparaban silbatos artesanales valiéndose de varas de avellano.
         Tiempo amable para Casilda, -Doña Casilda  para el cura-, cuando, pimpante y de buen ver, aligerada  de ropa lucía el tipo a nada que asomara el sol primaveral.
         Casilda, con sus treinta y dos años cumplidos,  regresó a su pueblo natal, según su amigo Nicomedes, a causa de serios  desengaños  y  merma de su fortuna, sufridos en la capital del Reino. Volvió  desde la gran urbe, solo para restañar sus heridas y luego, ¡ya se vería!
La señora, con aires de princesa, vestía sin lujos pero  a la moda y, aun siendo discreta por la educación recibida en el colegio de las monjas de Bérriz,  al ir de pendoneo -según ella sin mala intención- exhibía una elegancia natural muy atractiva. Cuidaba su físico y, sin pretenderlo,  activaba con su presencia las secreciones de testosterona de un sesentón aún lozano:  Casimiro, significado ateo en medio de una sociedad muy dada a plegarias y oraciones; tenía su mérito porque, pese al descreimiento  y al mucho dinero que amasó en su vida, gozaba de cierta popularidad y era muy querido entre sus convecinos.
         Casilda, se decía,   estaba muy llevada por la casa,  edificio cargado de años con hechuras altivas,  senda festoneada con flores,  jugosa  pradera de hierba fina como terciopelo verde y un entorno  arbolado que llenaba el resto de la finca.
 Por todo esto,  Casilda  era tomada por  rica,  aunque solo viviera de una saneada pensión  que le asignaron a  la muerte de su padre, jerarca militar,   en la guerra de Filipinas.
         El caso es que Casimiro, solterón y algo usurero, que casi le doblaba la edad a Casilda,  se decidió por echarle los tejos   y lo hizo porque, según llegó a pregonar,“además de amable, guapa, sonriente, simpática y educada,  era hacendosa y muy amiga del orden en las cosas de la vida”. También se complacía en admirar, más de la cuenta, las  curvas -sus pechitos, sus nalguitas- que Casilda mantenía firmes con genio  de alta estética: “una tía buena y muy bien carrozada”, pensamiento íntimo nunca expresado por Casimiro en  signo de  aprecio y respeto por la bella señora y convecina.
  Casimiro  ateo gracias a Dios, empezó a rondar a la   creyente Casilda, hasta el punto de que  cada sábado por la tarde, cuando ésta preparaba en la iglesia dos ramilletes de flores que  en sendos búcaros adornarían  el altar mayor  los domingos y demás días de la semana, el sesentón se presentaba en el templo, pese a su ateismo, para ver cómo aquella criatura tan bien terminada, rendía un  homenaje  floral al Creador de cielos y tierra.

         El machista Casimiro, en forma y con cartera -sin hacer ostentación de su riqueza, porque ya se encargaban sus paisanos de exaltarla- empezó a pensar seriamente en el procedimiento a seguir para abatir barreras y aproximarse a Casildita,  a la que empezó a llamar así in mente al tiempo que pensaba: “Tendré que ir la iglesia para verla de cerca; al fin y al cabo, Paris bien vale una misa”, precedente histórico que se atrevió a formular para justificar su decisión.

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