Los
inviernos eran duros en Valdegovía. No tanto como en Valderejo, o como en los
pueblos de Losa encaramados en el páramo, largos, fríos y aburridos.
Cerca del fuego de cocinas bajas,
en torno al brasero de la mesa camilla en
las casas ricas, o junto a la estufa en la
tasca del hostal, se animaba el coloquio entre vecinos a la espera de meses más templados y días luminosos,
cuando se movía la sabia de los árboles, florecía el amor y los chicos de la escuela preparaban silbatos
artesanales valiéndose de varas de avellano.
Tiempo
amable para Casilda, -Doña Casilda para
el cura-, cuando, pimpante y de buen ver, aligerada de ropa lucía el tipo a nada que asomara el
sol primaveral.
Casilda,
con sus treinta y dos años cumplidos,
regresó a su pueblo natal, según su amigo Nicomedes, a causa de serios desengaños
y merma de su fortuna, sufridos
en la capital del Reino. Volvió desde la
gran urbe, solo para restañar sus heridas y luego, ¡ya se vería!
La señora, con aires de princesa,
vestía sin lujos pero a la moda y, aun
siendo discreta por la educación recibida en el colegio de las monjas de Bérriz,
al ir de pendoneo -según ella sin mala
intención- exhibía una elegancia natural muy atractiva. Cuidaba su físico y,
sin pretenderlo, activaba con su
presencia las secreciones de testosterona de un sesentón aún lozano: Casimiro, significado ateo en medio de una
sociedad muy dada a plegarias y oraciones; tenía su mérito porque, pese al
descreimiento y al mucho dinero que
amasó en su vida, gozaba de cierta popularidad y era muy querido entre sus
convecinos.
Casilda, se
decía, estaba muy llevada por la casa, edificio cargado de años con hechuras altivas, senda festoneada con flores, jugosa pradera de hierba fina como terciopelo verde y
un entorno arbolado que llenaba el resto
de la finca.
Por todo esto, Casilda
era tomada por rica, aunque solo viviera de una saneada pensión que le asignaron a la muerte de su padre, jerarca militar, en la
guerra de Filipinas.
El caso es
que Casimiro, solterón y algo usurero, que casi le doblaba la edad a Casilda, se decidió por echarle los tejos y lo
hizo porque, según llegó a pregonar,“además de amable, guapa, sonriente, simpática y educada, era hacendosa y muy amiga del orden en las
cosas de la vida”. También se complacía en admirar, más de la cuenta, las curvas -sus pechitos, sus nalguitas- que Casilda
mantenía firmes con genio de alta
estética: “una tía buena y muy bien carrozada”, pensamiento íntimo nunca
expresado por Casimiro en signo de aprecio y respeto por la bella señora y
convecina.
Casimiro
ateo gracias a Dios, empezó a rondar a la creyente Casilda, hasta el punto de que cada sábado por la tarde, cuando ésta preparaba
en la iglesia dos ramilletes de flores que
en sendos búcaros adornarían el
altar mayor los domingos y demás días de
la semana, el sesentón se presentaba en el templo, pese a su ateismo, para ver
cómo aquella criatura tan bien terminada, rendía un homenaje
floral al Creador de cielos y tierra.
El machista
Casimiro, en forma y con cartera -sin hacer ostentación de su riqueza, porque
ya se encargaban sus paisanos de exaltarla- empezó a pensar seriamente en el
procedimiento a seguir para abatir barreras y aproximarse a Casildita, a la que empezó a llamar así in mente al tiempo que pensaba: “Tendré
que ir la iglesia para verla de cerca; al fin y al cabo, Paris bien vale una
misa”, precedente histórico que se atrevió a formular para justificar su decisión.
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