Todo empezó en la guerra del Rif,
tan lejana, tan bárbara y sangrienta, en
el verano de 1921.
Serafín,
pobre por su casa de campesinos
manchegos, maestro tras grandes sacrificios y mucho estudio, al
cumplir veintiún años lo llamaron a filas. Por no tener dinero contante y
sonante que lo redimiera de la
guerra, se lo llevaron a Marruecos. Así,
inesperadamente, se vio metido de lleno en el desastre de Annual con el grueso de
las fuerzas españolas.
En la madrugada del 22 de julio, de ese
fatídico año, llegó la orden de retirada
ante el salvaje ataque de los rifeños. Cuentan que fue una imprevista
desbandada y que unos diez mil españoles, pobres reclutas de tierras peladas en
lucha por otras tan míseras como las suyas, pagaron con su vida –como suele suceder- los
caprichos de unos políticos que nunca llegarían a tomar conciencia de sus desaciertos.
El maestro
Serafín, -despierto, cauteloso, rápido-, corría y saltaba ágilmente sobre los
peñascos. Había sonado la hora de alejarse de aquel cementerio. Chaqueteó, como
sus compañeros, para escapar de la
morisma profanadora de cadáveres: lo mismo los despanzurraban que cortaban sus
testículos tras de limpiarles el forro.
Ante el fuego graneado, disparos de
espingardas y viejos fusiles, Serafín, dejó de correr y pegado al suelo, se
arrastró y medio a gatas buscó refugio
tras una cresta rocosa para no ser blanco de la furia mora. La mala fortuna
quiso que una bala rebotase en una piedra del camino y se le incrustara en el
parietal derecho; lo suficiente para doblarlo y quedar de bruces tendido en tierra. Tuvo suerte:
unos sanitarios lo recogieron y no pararon hasta ingresarlo en un improvisado
hospitalucho de Melilla.
Lo dieron de alta a las dos semanas y un
tribunal médico lo declaró inútil para seguir en filas; la bala enemiga le
había tocado un punto sensible del cerebro.
Serafín, de
vuelta a casa, pidió la asignación de escuela y lo destinaron al pueblecito de
Nograro, en tierras de Valdegovía, provincia de Álava.
A los pocos días, desde su
tierra, tomó un tren hasta Vitoria. Y luego,
en un autobús renqueante, lo acercaron a la capital del Valle,
Villanueva; al final en tartana, alcanzó, con todo su equipaje, el pueblecito
de su destino: Nograro.
El
quince de septiembre se hizo cargo
de la escuela y tomó posesión de la casa que el concejo le tenía
otorgada, derecho del que siempre disfrutaron los maestros en el pueblo.
Nograro le
pareció a Serafín una aldea de montaña encantadora, con agua sana, aire puro,
bella iglesia y una torre medieval.
Catorce
escolares recibieron a don Serafín, sonrientes y esperanzados con el que
parecía ser una buena persona. La mayor, entre esos niños que le dieron la
bienvenida, era una mozuela precoz, bien parecida: un conato de mujer de unos
trece años llamada Marta; entendió que
por la sencillez y finas maneras
del maestro, iban a congeniar sin dificultades.
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