miércoles, 8 de julio de 2015

EL MAESTRO HERIDO EN LA MEMORIA (1)


     Todo empezó en la guerra del Rif, tan lejana, tan bárbara y sangrienta,  en el verano de 1921.
         Serafín, pobre por su casa de campesinos  manchegos,  maestro tras  grandes sacrificios y mucho estudio, al cumplir veintiún años lo llamaron a filas. Por no tener dinero contante y sonante  que lo redimiera de la guerra,  se lo llevaron a Marruecos. Así, inesperadamente, se vio metido de lleno en el desastre de Annual con el grueso de las fuerzas españolas.
          En la madrugada del 22 de julio, de ese fatídico año, llegó  la orden de retirada ante el salvaje ataque de los rifeños. Cuentan que fue una imprevista desbandada y que unos diez mil españoles, pobres reclutas de tierras peladas en lucha por otras   tan  míseras como las suyas,  pagaron con su vida –como suele suceder- los caprichos de unos políticos que nunca llegarían a  tomar conciencia de sus desaciertos.
         El maestro Serafín, -despierto, cauteloso, rápido-, corría y saltaba ágilmente sobre los peñascos. Había sonado la hora de alejarse de aquel cementerio. Chaqueteó, como sus compañeros,  para escapar de la morisma profanadora de cadáveres: lo mismo los despanzurraban que cortaban sus testículos tras de limpiarles el forro.
          Ante el fuego graneado, disparos de espingardas y viejos fusiles, Serafín, dejó de correr y pegado al suelo, se arrastró y  medio a gatas buscó refugio tras una cresta rocosa para no ser blanco de la furia mora. La mala fortuna quiso que una bala rebotase en una piedra del camino y se le incrustara en el parietal derecho; lo suficiente para doblarlo y quedar  de bruces tendido en tierra. Tuvo suerte: unos sanitarios lo recogieron y no pararon hasta ingresarlo en un improvisado hospitalucho de Melilla.
          Lo dieron de alta a las dos semanas y un tribunal médico lo declaró inútil para seguir en filas; la bala enemiga le había tocado un punto sensible del cerebro.
         Serafín, de vuelta a casa, pidió la asignación de escuela y lo destinaron al pueblecito de Nograro, en tierras de  Valdegovía,  provincia de Álava.
A los pocos días, desde su tierra, tomó un tren hasta Vitoria. Y luego,  en un autobús renqueante, lo acercaron a la capital del Valle, Villanueva; al final en tartana, alcanzó, con todo su equipaje, el pueblecito de su destino: Nograro.
          El  quince de septiembre se hizo cargo  de la escuela y tomó posesión de la casa que el concejo le tenía otorgada, derecho del que siempre disfrutaron los maestros en el pueblo.
         Nograro le pareció a Serafín una aldea de montaña encantadora, con agua sana, aire puro, bella iglesia y una torre medieval.
         Catorce escolares recibieron a don Serafín, sonrientes y esperanzados con el que parecía ser una buena persona. La mayor, entre esos niños que le dieron la bienvenida, era una mozuela precoz, bien parecida: un conato de mujer de unos trece años llamada Marta; entendió que  por la sencillez y  finas maneras del maestro, iban a congeniar sin dificultades.
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