Marta, muy
observadora, agradeció a don Serafín su gran interés por los alumnos y sus deseos de enseñar; explicaba las
lecciones con paciencia y detenimiento.
Se acoplaba a la edad y capacidad de cada pequeño y su dedicación era eficaz y provechosa. Pese a todo, también
detectó sus fallos de memoria, que no disimulaba, referidos a hechos recientes;
olvidos muy expresivos cuando trataba de
seguir ciertas rutinas.
Don Serafín
se olvidaba del lapicero o de la tiza o de cualquier otro objeto de uso habitual;
o aparecía con un solo calcetín porque
desmemoriaba el otro; o con la bragueta suelta, provocando la risión de los niños maliciosos.
- Don
Serafín –le avisaba Marta- aquí tiene lo que busca, -y le entregaba el cepillo
de bayeta para borrar la pizarra.
- Perdona
Marta; no sé qué me pasa. No doy una.
- Eso tiene
que ser, -replicaba la niña- de la herida de guerra.
- Yo creo
que sí. Pero, ¿qué puedo hacer?
Y Marta,
cargada de paciencia, le decía.
- Se me
ocurre que ha de tomar algunas precauciones: dejar las cosas que más usa
siempre en el mismo sitio; o llevar atados con un cordoncito al ojal del
chaleco, el lapicero, o la estilográfica; y hacer una lista con las tareas de
cada día siguiendo un orden… ¡Cosas así!
- Tienes
razón. Voy a intentarlo
Marta,
consiguió que Don Serafín no anduviese a vueltas para localizar sus pertrechos
cuando los necesitara.
Un buen
día, pese a todo, apareció don Serafín en la clase con la camisa a medio
abrochar sobrepuesta a la americana. Marta tan pronto se dio cuenta, avisó al
maestro y éste salió del aula para poner su vestimenta en orden, mientras los
niños se reían descaradamente no sin cierta crueldad.
Marta
volvía a insistir en tono familiar, casi como si fuera una madre, o una novia,
ante Don Serafín:
- En el
momento de acostarse debe hacer una
lista. Por cada prenda que se quite, hará una anotación. Supongamos que se
desprende de la americana; tiene que anotar: “americana, colgada en la percha
del armario”. Y si luego se descalza: “zapatos colocados bajo la silla”. Así
hasta quedar desnudo, y entonces puede
escribir: “Yo, en la cama”. Y al día siguiente, al levantarse, repasar la lista y empezar por el final: ponerse cada prenda por orden
inverso, terminando por los zapatos y la americana.
Serafín, ya
de noche, de regreso a su casa donde vivía solo, tomó el papel que le preparó
Marta con el plan anti olvido y, al ir a acostarse, empezó la cuenta,
manteniendo el orden a seguir al desnudarse para, al día siguiente, hacer lo
mismo pero al revés para vestirse.
Se quitó la
chaqueta y puso: “americana en la percha del armario”. Le tocó el turno a los
zapatos y continuó: “zapatos debajo de la silla”. “Los calcetines, dentro de
los zapatos”. “El chaleco en el perchero, encima de la chaqueta”. “La camisa,
en el respaldo de la silla”. Y así hasta completar la lista y como quedaba
solo su persona, puso punto final a la tarea: “Yo, en la cama”. Y durmió
plácidamente.
Al
amanecer, era un día de primavera con un sol espléndido asomando entre el
pinar, Serafín abrió la ventana y aspiró
profundamente el aire fresco y puro con olor de montaña florecida. “¡Una
delicia!” –pensó-.
Se quiso
vestir para dar un paseo antes de abrir
la escuela.
Según lo
convenido, consultó la nota encabezada por una advertencia escrita con
mayúsculas por la espigada, amable, cariñosa y bien parecida Marta. Se leía:
“Buscar cada prenda empezando por el final y vestirse en orden inverso al
seguido para desnudarse”.
Al tomar el papel pudo leer el último renglón:
“yo en la cama”.
Serafín
recordó el consejo escrito por Marta:
“Seguir al pie de la letra la indicación
de esta nota”. Lo tuvo muy presente, pese a su desmemoria, porque Marta era su
ángel de la guarda y sus palabras las repetía cien veces para dejarlas como
grabadas a cincel en su mente.
Así que, el
“yo, en la cama” interpretado al pie de la letra, le indujo a buscar su yo. Se
fue a su lecho, alzó la sábana y no estaba ni encima ni debajo del colchón.
Tiró de las mantas, por si estuviera envuelto en ellas, y tampoco allí
apareció. Retiró el mueble, miró en todos los rincones de la habitación, luego
en las demás alcobas de la casa, en los desvanes, en los establos ahora en
desuso, en una despensa sin luces, y ¡nada!
Un sudor
frío bañó todo su cuerpo. ¿Qué le diría a Marta, tan solícita como estuvo, al
fracasar en su búsqueda? Sólo llegó a esta conclusión: “desnudo como estoy, no
puedo ir a la escuela”.
Y no fue.
Desolado, triste, compungido, se dirigió hacia un rincón, apoyó su espalda
contra la pared y se deslizó hasta quedar en cuclillas, tembloroso y con sus
ojos hundidos mirando al vacío, desmadejado, ido…
Al momento,
con la escuela cerrada y sin comparecer el maestro, Marta sospechó que algo
grave había pasado. Fue hasta la casa de don Serafín y comprobó que permanecía
cerrada, aunque una ventana del primer piso estaba abierta. Sin más, se fue en
busca del alcalde concejil y éste, advertido de la gravedad del caso, pidió la
ayuda de dos mozos que pasaban por allí. Con una escalera de mano subió uno de
ellos, entró en la casa por la ventana abierta y, sin detenerse, descendió al
piso bajo para abrir la puerta desde dentro.
Entraron
los cuatro, el alcalde, sus dos espontáneos ayudantes y Marta en la que ni se
fijaron los primeros. Pronto descubrieron al maestro desnudo, acurrucado en un
rincón, temblando de frío, aunque sudoroso, con disgusto manifiesto por no encontrar su yo.
- ¿Qué le
pasa, don Serafín? –lo interpeló el Alcalde.
- No me
encuentro –contestó el maestro con voz casi inaudible.
- ¿No se
encuentra bien?
- No; no es eso. No me encuentro.
- Insisto:
¿no se encuentra bien?
- No es
eso; no es eso.
El alcalde
se volvió a sus acompañantes, imperativo.
- Hay que
buscar al médico.
Solo Marta,
humedecida en lágrimas, tomó una manta, tapó a don Serafín, lo ayudó a
levantarse y lo acostó en la cama con amor. Bastaron unas palabras de la niña
mujer para serenar al maestro. Marta lo tuteó como si fuera de casa: “Ya estás
aquí, ya tenemos tu <yo, en la cama>. Lo he visto. Nos hemos encontrado.
Don Serafín sonrió placentero y su alma volvió a entrar en un clima cálido y sereno.
Don Serafín sonrió placentero y su alma volvió a entrar en un clima cálido y sereno.
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