viernes, 3 de julio de 2015

LA NOCHE DEL CIELO RASO (2)

El caballo de  Bustamante, de natural pacífico y caminar sosegado, dotado de cierta capacidad mental para discurrir por su cuenta, gozaba del don del acierto: siempre atinaba con el  camino si  le daban  la oportunidad de decidir y no tenía nadie que  lo forzara.
         Con el caballo, el médico tuvo un gran contratiempo por causa de un perro Si por el animal fuera, no habrían  vuelto al pueblo de Barrio por aquella revuelta, donde les esperaba, el muy cabroncete, un  chucho de medio pelo,   que salía al paso a traición desde  una gatera y se  tiraba a morderle los calcaños al jaco, sin dar un mal ladrido. Aquel perro era una tortura. El equino parecía olerlo y no había manera de hacerlo cruzar  la calle. Consciente y satisfecho del miedo creado, el maldito can se plantaba en el camino satisfecho de su hazaña.
         El médico tenía que apearse, tomar al animal por las riendas e ir por delante y con la fusta largarle un cintarazo al chucho  que se escurría entre ladridos lastimeros, para terminar escondiéndose bajo un carro estacionado junto a la casa. “No lo he tocado –se decía el galeno- y el tío  aúlla como si le hubiera roto las costillas. Si lo oye su amo igual me llama “mataperros”.
         Aquello no podía continuar así y el día que se mercó el gramófono y la linterna en la armería de Zulaica en Vitoria, adquirió, también, acordándose del perro de Barrio, el  arma detonadora con forma de pistola inofensiva, pero con estallido tan rotundo  que al dar el percusor sobre el  pistón colocado en el arranque del cañón ciego, lo mismo parecía un bomba  anarquista calculada para causar un daño irreparable.
         En el siguiente viaje a Barrio, el médico, como de costumbre, se apeó  antes de llegar al terreno del malhadado perro. Dejó la fusta y puso la detonadora a su alcance en el bolsillo de la zamarra. El perro advirtió cómo  el médico venía desarmado y, en un alarde de audacia, se fue a por el  jamelgo con los colmillos a punto para tirarle un viaje. El caballo se fue a la empinada y el médico apretó el gatillo. Sonó  estruendoso un disparo que, por el eco y el rebote, terminó repitiéndose en las peñas próximas. Aquello no era aullar; era un lamento perruno capaz de conmover al más desalmado de los mortales. Ya no volvió el chucho  a molestar  al médico ni a su cabalgadura.
         Semanas más tarde, el frío polar heló el barro de Espejo y de todos sus contornos. A eso de las doce de la noche del día de autos, marcaba el termómetro diez grados negativos, bajo un cielo raso y limpio. La luna llena, aureolada  y magnífica, iluminaba las calles mejor que las cuatro lámparas juntas del alumbrado público. Con el barro de las calles, brillante y resbaladizo como un cristal, podía cualquiera dar de bruces contra el suelo a nada que se descuidara. 
         El médico, recogido en casa dejó de leer y decidió acostarse. Se acercó al ventanal del balcón para cerrar los postigos, cuando vio a un hombre medio escondido que avanzaba hacia su casa. Sintió curiosidad. No podía tratarse de alguien en trance de pedir atención médica para  un enfermo, ya que siendo así  no tenía sentido tanta precaución. Tal vez fuera un personaje avieso guiado por malas intenciones. El médico requirió su pistola detonadora y se mantuvo alerta. Entreabrió el ventanuco y siguió la evolución de aquel sujeto. En dos saltos franqueó el umbral y penetró en la casa del médico como si la puerta estuviera abierta. “No puede ser”, pensó el galeno. “La he cerrado y  bien cerrada a las nueve de la noche”. Por deducción llegó a este resultado: “O el sujeto invasor tiene una llave, o le han facilitado su entrada desde el interior de la casa”.
         Se decidió por  bajar al portal con el ánimo dispuesto a despejar la incógnita y aclarar los hechos. Con la linterna enfocó distintas zonas de la penumbra. No vio nada, pero oyó un ruido y un murmullo en la habitación contigua. Armó la pistola y retumbó un disparo. El personaje invasor, en franca huida, a la carrera, a punto de arrollar al médico, alcanzó la puerta de escape. Ya en la calle resbaló por causa del hielo y dio de lleno contra una pila de leña de la suerte fogueral. El sujeto en fuga fue a herirse contra un tro
        nco de pino, clavándose en el antebrazo una astilla que lo hizo sangrar. Resultó ser Agapito, criado de los Lafuente, los de la fonda,  con casa abierta junto a la carretera.
          Y en la estancia aneja al portal, sentada en un rincón, arrugadita y con cara de no haber roto un plato,  sumisa y pálida, el médico vio, a la luz de la linterna, a la niñera de sus hijos; no era la primera vez que el Agapito le hacía estas visitas entre placenteras y amorosas, tal vez para darse  calor, como las mariposas y moscardones bajo las pantallas del alumbrado público.
         El médico se dirigió a la chica y le dijo: “Anda, sube, acuéstate y no cuentes a nadie lo que ha pasado”.
         En los pueblos pequeños todo se sabe y por si fuera poco, el bueno de Agapito no quería que el médico  viese su herida del brazo,  ni siquiera cuando se le infectó. Fueron sus amos los que, ante su lamentable estado, llamaron  al doctor. Nada más verlo, dispuso: “Hay que sajar”. Agapito tenía el brazo hinchado y cianótico, con el color  tirando a negro como una bota de vino. Lo llevó a su casa a la sala de curas. Esterilizó el instrumental: el bisturí, las tijeras, la aguja y otras piezas quirúrgicas y entró sin piedad a cuchillo en aquel brazo casi muerto. Salió un líquido purulento hasta llenar una jofaina. Recompuesta la brecha, preparó un drenaje para mantener limpio el interior de la herida en sucesivas curas
         Al terminar el doctor se dirigió al Agapito, -que le echó valor y sufrió la intervención sin anestesia- con ánimo  bromista: “¿Qué, cuándo vas a volver por casa?”. “Usted me quiso matar” –respondió el paciente-. “No lo sabes bien; la próxima vez te mando al infierno”.
         Pero no hubo una próxima vez. Semanas más tarde,  murió en los bolos cuando, lanzar  un jugador la bola, ésta dio contra el saliente borde del tablón,  rebotó y describiendo  una parábola fue a dar en la testuz del bueno de Agapito.
         No hubo otro igual ni equivalente al tal Agapito.  Era fuerte y atrevido. Se contuvo para no darle una patada en el culo  a un vecino impertinente con este aviso: “No te doy una coz  por el hambre que vas a pasar en el espacio”.

 FIN




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