El caballo de
Bustamante, de natural pacífico y caminar sosegado, dotado de cierta
capacidad mental para discurrir por su cuenta, gozaba del don del acierto:
siempre atinaba con el camino si le daban
la oportunidad de decidir y no tenía nadie que lo forzara.
Con el
caballo, el médico tuvo un gran contratiempo por causa de un perro Si por el
animal fuera, no habrían vuelto al
pueblo de Barrio por aquella revuelta, donde les esperaba, el muy cabroncete,
un chucho de medio pelo, que salía al paso a traición desde una gatera y se tiraba a morderle los calcaños al jaco, sin
dar un mal ladrido. Aquel perro era una tortura. El equino parecía olerlo y no
había manera de hacerlo cruzar la calle.
Consciente y satisfecho del miedo creado, el maldito can se plantaba en el
camino satisfecho de su hazaña.
El médico
tenía que apearse, tomar al animal por las riendas e ir por delante y con la
fusta largarle un cintarazo al chucho
que se escurría entre ladridos lastimeros, para terminar escondiéndose
bajo un carro estacionado junto a la casa. “No lo he tocado –se decía el
galeno- y el tío aúlla como si le
hubiera roto las costillas. Si lo oye su amo igual me llama “mataperros”.
Aquello no
podía continuar así y el día que se mercó el gramófono y la linterna en la
armería de Zulaica en Vitoria, adquirió, también, acordándose del perro de
Barrio, el arma detonadora con forma de
pistola inofensiva, pero con estallido tan rotundo que al dar el percusor sobre el pistón colocado en el arranque del cañón
ciego, lo mismo parecía un bomba
anarquista calculada para causar un daño irreparable.
En el
siguiente viaje a Barrio, el médico, como de costumbre, se apeó antes de llegar al terreno del malhadado
perro. Dejó la fusta y puso la detonadora a su alcance en el bolsillo de la
zamarra. El perro advirtió cómo el
médico venía desarmado y, en un alarde de audacia, se fue a por el jamelgo con los colmillos a punto para
tirarle un viaje. El caballo se fue a la empinada y el médico apretó el
gatillo. Sonó estruendoso un disparo
que, por el eco y el rebote, terminó repitiéndose en las peñas próximas.
Aquello no era aullar; era un lamento perruno capaz de conmover al más
desalmado de los mortales. Ya no volvió el chucho a molestar
al médico ni a su cabalgadura.
Semanas más
tarde, el frío polar heló el barro de Espejo y de todos sus contornos. A eso de
las doce de la noche del día de autos, marcaba el termómetro diez grados
negativos, bajo un cielo raso y limpio. La luna llena, aureolada y magnífica, iluminaba las calles mejor que
las cuatro lámparas juntas del alumbrado público. Con el barro de las calles,
brillante y resbaladizo como un cristal, podía cualquiera dar de bruces contra
el suelo a nada que se descuidara.
El médico,
recogido en casa dejó de leer y decidió acostarse. Se acercó al ventanal del
balcón para cerrar los postigos, cuando vio a un hombre medio escondido que
avanzaba hacia su casa. Sintió curiosidad. No podía tratarse de alguien en
trance de pedir atención médica para un
enfermo, ya que siendo así no tenía
sentido tanta precaución. Tal vez fuera un personaje avieso guiado por malas
intenciones. El médico requirió su pistola detonadora y se mantuvo alerta.
Entreabrió el ventanuco y siguió la evolución de aquel sujeto. En dos saltos
franqueó el umbral y penetró en la casa del médico como si la puerta estuviera
abierta. “No puede ser”, pensó el galeno. “La he cerrado y bien cerrada a las nueve de la noche”. Por
deducción llegó a este resultado: “O el sujeto invasor tiene una llave, o le
han facilitado su entrada desde el interior de la casa”.
Se decidió
por bajar al portal con el ánimo
dispuesto a despejar la incógnita y aclarar los hechos. Con la linterna enfocó
distintas zonas de la penumbra. No vio nada, pero oyó un ruido y un murmullo en
la habitación contigua. Armó la pistola y retumbó un disparo. El personaje
invasor, en franca huida, a la carrera, a punto de arrollar al médico, alcanzó
la puerta de escape. Ya en la calle resbaló por causa del hielo y dio de lleno
contra una pila de leña de la suerte fogueral. El sujeto en fuga fue a herirse
contra un tro
Y en la estancia aneja al portal, sentada en un rincón, arrugadita y con cara de no haber roto un plato, sumisa y pálida, el médico vio, a la luz de la linterna, a la niñera de sus hijos; no era la primera vez que el Agapito le hacía estas visitas entre placenteras y amorosas, tal vez para darse calor, como las mariposas y moscardones bajo las pantallas del alumbrado público.
El médico se dirigió a la chica y le dijo: “Anda, sube, acuéstate y no cuentes a nadie lo que ha pasado”.
En los pueblos pequeños todo se sabe y por si fuera poco, el bueno de Agapito no quería que el médico viese su herida del brazo, ni siquiera cuando se le infectó. Fueron sus amos los que, ante su lamentable estado, llamaron al doctor. Nada más verlo, dispuso: “Hay que sajar”. Agapito tenía el brazo hinchado y cianótico, con el color tirando a negro como una bota de vino. Lo llevó a su casa a la sala de curas. Esterilizó el instrumental: el bisturí, las tijeras, la aguja y otras piezas quirúrgicas y entró sin piedad a cuchillo en aquel brazo casi muerto. Salió un líquido purulento hasta llenar una jofaina. Recompuesta la brecha, preparó un drenaje para mantener limpio el interior de la herida en sucesivas curas
Al terminar el doctor se dirigió al Agapito, -que le echó valor y sufrió la intervención sin anestesia- con ánimo bromista: “¿Qué, cuándo vas a volver por casa?”. “Usted me quiso matar” –respondió el paciente-. “No lo sabes bien; la próxima vez te mando al infierno”.
Pero no hubo una próxima vez. Semanas más tarde, murió en los bolos cuando, lanzar un jugador la bola, ésta dio contra el saliente borde del tablón, rebotó y describiendo una parábola fue a dar en la testuz del bueno de Agapito.
No hubo otro igual ni equivalente al tal Agapito. Era fuerte y atrevido. Se contuvo para no darle una patada en el culo a un vecino impertinente con este aviso: “No te doy una coz por el hambre que vas a pasar en el espacio”.
FIN
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