jueves, 2 de julio de 2015

CUENTECILLOS POR ENTREGAS,

    Doy comienzo a unas vacaciones que,  por prescripción facultativa,  me concedo por ser verano. Dos objetivos a la vista: alejarme de las tensiones griegas que me condenan a reforzar la medicación prescrita para  mantener activas mis coronarias y dar salida a unos  cuentecillos de mi tierra que pueden actuar como sedantes. Los cuentecillos escritos a ratos perdidos están basados en episodios reales vividos por un autor que es un servidor.

LA NOCHE DE CIELO RASO (1)
             ¡Aquéllos largos inviernos! ¡Jornadas frías, lluviosas,  grises!
Cada cual andaba con tiento bordeando la calle pegado a la línea de casas para eludir el barro: una cuarta de lodo espeso, pegadizo, envolvente… Convenía  calzar almadreñas,  la mejor defensa ante   los peligros del lodazal.
         Tiempos arduos cargados  de soledad y de misterio. Al anochecer,  el aullar de un  perro, el son de la campana que daba las horas, el  gemido del cárabo eran, pese a  todo, señales de vida.
         Los vecinos se arracimaban en torno al fogón en la estancia acogedora y llena de paz hogareña. Ardía la leña seca, parte de  la suerte fogueral acarreada desde el monte días atrás. Entre brasas, según fuera necesario, se preparaba el puchero,  se hacía el chocolate, se asaban castañas  o   se ponían calderos de agua a hervir para atender las urgencias de un parto. En trances así, las demandas a la señora Dominica, la partera,  madre de Tuto Laría, venían cargadas de urgencias. En el techo, colgados de la  viguería, chorizos y morcillas ganaban paladar tras una cura lenta y reposada.
En medio de todo, en aquel pueblo alavés, Espejo, se vivía una era de modernidad y progreso. Rendían viaje a diario dos autobuses, uno de Bilbao y  otro de Vitoria. Contaba con  iluminación pública -en total cuatro lámparas de 40 vatios: dos en la carretera, una en la casa del médico y otra en la del “Cristo” en la Mota- aunque no se viera un carajo y moscas o mariposas  zumbaran alrededor de la pantalla de hierro esmaltado que protegía la bombilla.
         La muestra más adelantada de progreso, el mayor avance tecnológico llegó con el teléfono. La centralilla quedó instalada en la casa de los Barredo, en una salita junto al portal. Era un aparato de manivela que permitía enlazarse con el resto de la Península pidiendo la conexión a través de Orduña.
         En tal ambiente avanzado y de vanguardia,  último grito,  no era ni se tomó por extravagante que Juanito, el mejor cazador de la comarca, hijo de Zacarías Juguitu, abriese un baile animado con pianola en los bajos de la casa familiar (sesiones sábados y domingos),  ni   que el médico titular, en un viaje a Vitoria, se comprara un gramófono, una linterna eléctrica y un pistolete detonador. El gramófono para escuchar zarzuelas y tangos que estaban de moda; la linterna, para combatir la oscuridad reinante con cuatro pilas de buen tamaño capaces de alumbrar las mismas tinieblas, y la pistola  como espanta perros, pegajosos ladradores cuando de visita domiciliaria entraba en cualquier aldea del valle.
         La más útil de esas adquisiciones fue la linterna. El médico  pulsaba el botón de encendido -en sus visitas profesionales-  allí donde las escaleras o pasajes de las casas, oscuros  como un túnel  hacia del infierno, podían deparar sorpresas. Una día,  por un traspié, rodó peldaños abajo y casi se descalabra. Al médico lo curó con paños calientes la mujer del enfermo.
         El caso más problemático, a cuenta de los perros, pensó arreglarlo el médico con su pistolete detonador. El galeno se valía de un caballo, cedido en arriendo por el zapatero Juan Bustamante, para visitar a sus enfermos en distintos pueblos. El zapatero, un tío zumbón, gastaba ironía de la fina a nada que viera pretexto para burlarse de algo. Además, no perdía ocasión para sacar partido  de lo que fuere, también de la madre naturaleza: era un experto en la pesca furtiva. Al caballo, que atendía por Lirio, lo cuidaba con mimo porque, con poco gasto  le  proporcionaba una jugosa renta.     

         Bustamante, además del jamelgo, tenía dos vacas terreñas para ayudarse en la media labranza que llevaba con  su hijo que, por cierto, rehuían como nadie el castigo divino del trabajo. Las vacas, entradas en años,  de cara triste, ubres desactivadas y porte lánguido, no se caracterizaban por su lozanía. Las vacas  comían poco y mal y su débil empuje se notaba cuando, uncidas, tiraban del carro o del arado. Vacas sobrias, sufridas y poco exigentes, pero no tanto como los bueyes de Heriberto Guevara que vivieron sus últimos años, tras la crisis del 29,  con las pocas hierbas que comían en larga búsqueda por ribazos y rastrojos; murieron  de verdad por hambre y sus restos fueron  abandonados en una hondonada en la Dehesa, jurisdicción de Tuesta, con fraude para  buitres, cuervos y otros necrófagos que, tras acudir a la llamada putrefacta, se sorprendían por la escasa chicha que rascar: sólo  huesos y pellejos. (Continuará).

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