LA NOCHE DE CIELO RASO (1)
¡Aquéllos largos inviernos! ¡Jornadas
frías, lluviosas, grises!
Cada cual andaba con tiento bordeando la
calle pegado a la línea de casas para eludir el barro: una cuarta de lodo espeso, pegadizo, envolvente… Convenía calzar almadreñas, la mejor defensa ante los
peligros del lodazal.
Tiempos arduos
cargados de soledad y de misterio. Al
anochecer, el aullar de un perro, el son de la campana que daba las
horas, el gemido del cárabo eran, pese
a todo, señales de vida.
Los vecinos
se arracimaban en torno al fogón en la estancia acogedora y llena de paz
hogareña. Ardía la leña seca, parte de la
suerte fogueral acarreada desde el monte días atrás. Entre brasas, según fuera
necesario, se preparaba el puchero, se
hacía el chocolate, se asaban castañas o
se ponían calderos de agua a hervir
para atender las urgencias de un parto. En trances así, las demandas a la
señora Dominica, la partera, madre de
Tuto Laría, venían cargadas de urgencias. En el techo, colgados de la viguería, chorizos y morcillas ganaban
paladar tras una cura lenta y reposada.
En medio de todo, en aquel pueblo
alavés, Espejo, se vivía una era de modernidad y progreso. Rendían viaje a
diario dos autobuses, uno de Bilbao y
otro de Vitoria. Contaba con
iluminación pública -en total cuatro lámparas de 40 vatios: dos en la
carretera, una en la casa del médico y otra en la del “Cristo” en la Mota- aunque
no se viera un carajo y moscas o mariposas zumbaran alrededor de la pantalla de hierro
esmaltado que protegía la bombilla.
La muestra
más adelantada de progreso, el mayor avance tecnológico llegó con el teléfono.
La centralilla quedó instalada en la casa de los Barredo, en una salita junto
al portal. Era un aparato de manivela que permitía enlazarse con el resto de la
Península pidiendo la conexión a través de Orduña.
En tal
ambiente avanzado y de vanguardia,
último grito, no era ni se tomó
por extravagante que Juanito, el mejor cazador de la comarca, hijo de Zacarías
Juguitu, abriese un baile animado con pianola en los bajos de la casa familiar
(sesiones sábados y domingos), ni que el médico titular, en un viaje a
Vitoria, se comprara un gramófono, una linterna eléctrica y un pistolete
detonador. El gramófono para escuchar zarzuelas y tangos que estaban de moda;
la linterna, para combatir la oscuridad reinante con cuatro pilas de buen
tamaño capaces de alumbrar las mismas tinieblas, y la pistola como espanta perros, pegajosos ladradores cuando de visita
domiciliaria entraba en cualquier aldea del valle.
La más útil
de esas adquisiciones fue la linterna. El médico pulsaba el botón de encendido -en sus visitas profesionales- allí donde las escaleras o pasajes de las
casas, oscuros como un túnel hacia del infierno, podían deparar sorpresas.
Una día, por un traspié, rodó peldaños
abajo y casi se descalabra. Al médico lo curó con paños calientes la mujer del
enfermo.
El caso más
problemático, a cuenta de los perros, pensó arreglarlo el médico con su
pistolete detonador. El galeno se valía de un caballo, cedido en arriendo por
el zapatero Juan Bustamante, para visitar a sus enfermos en distintos pueblos.
El zapatero, un tío zumbón, gastaba ironía de la fina a nada que viera pretexto
para burlarse de algo. Además, no perdía ocasión para sacar partido de lo que fuere, también de la madre
naturaleza: era un experto en la pesca furtiva. Al caballo, que atendía por
Lirio, lo cuidaba con mimo porque, con poco gasto le proporcionaba
una jugosa renta.
Bustamante,
además del jamelgo, tenía dos vacas terreñas para ayudarse en la media labranza
que llevaba con su hijo que, por cierto,
rehuían como nadie el castigo divino del trabajo. Las vacas, entradas en
años, de cara triste, ubres desactivadas
y porte lánguido, no se caracterizaban por su lozanía. Las vacas comían poco y mal y su débil empuje se notaba
cuando, uncidas, tiraban del carro o del arado. Vacas sobrias, sufridas y poco
exigentes, pero no tanto como los bueyes de Heriberto Guevara que vivieron sus
últimos años, tras la crisis del 29, con
las pocas hierbas que comían en larga búsqueda por ribazos y rastrojos;
murieron de verdad por hambre y sus
restos fueron abandonados en una
hondonada en la Dehesa, jurisdicción de Tuesta, con fraude para buitres, cuervos y otros necrófagos que, tras
acudir a la llamada putrefacta, se sorprendían por la escasa chicha que rascar:
sólo huesos y pellejos. (Continuará).
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