Por los cincuenta del siglo XX,
Deogracias era ya un hombre entrado en años. Conservaba su buena figura, unos
ojos ligeramente revirados pero de vista aguda y honda y un genio amable y
sentencioso: “Esto se acaba –le decía al joven Fortunato, veraneante
baracaldés- y sin solución; no hay salida”.
Se refería al negocio de la sal,
explotado durante siglos en los tablares de Salinas de Añana, en trance de perderse; ya no era rentable. Se
cumplió su vaticinio en los años llamados del desarrollo, cuando la mano de
obra buscaba en las zonas industriales
trabajos mejor remunerados. Así que las eras del Valle, abandonadas, se fueron
arruinando.
Deogracias
había dedicado horas y más horas a la
meditación en torno a esa única idea: ¿Qué podría hacerse para remediar
esta decadencia? ¿Acaso fomentar el
turismo? ¿Tal vez convertir la explotación salinera en un espectáculo? Tenía en
su casa una balanza con dos platillos, usual en sus tiempos de mercader. Solía entretenerse poniendo
una pesa de cinco gramos en el platillo de la izquierda, por cada inconveniente
que surgía, u otra del mismo valor en el de la derecha cuando descubría una ventaja o signo
favorable a la ejecución de sus imaginados proyectos. Luego observaba el fiel
de la balanza y decidía en uno u otro sentido; adelante, equivalente a
progreso, o atrás, a retroceso.
Le dio por examinar los pros y los
contras que podría suponer una movilización del turismo hacia Salinas de Añana.
Haría falta invertir mucho dinero: era un serio inconveniente. Anotaba el hecho
y ponía la pesa en el platillo de la izquierda. El paisaje en torno al Valle es
original y podría estar cargado de belleza. Una ventaja a considerar. Entonces
iba otra pesa al platillo de la derecha.
Al final
pesaban más los factores negativos y Deogracias
desechaba la idea. No estaban los días para perder el tiempo, ni mucho
menos los dineros.
Cayó en sus
manos una hoja de calendario, de uno de esos tacos del Sagrado Corazón de Jesús que vendían las
librerías eclesiásticas y se enteró de un hecho curioso, a la par que
significativo y prometedor.
Fortunato,
el veraneante, acababa de llegar a
Salinas, a eso de la media tarde de un día de verano, a la casa en alquiler que contrató para pasar las vacaciones
con toda su familia. Una vez acomodados los suyos, salió a dar una vuelta y a
tomar contacto con la realidad salinera y sus gentes. Encontró en la plaza a
Deogracias y tras cruzar los saludos acostumbrados, Fortunato, abierto,
campechano y solícito, pese a la diferencia de edad, haciendo uso del tuteo, va
y le dice:
-
Deogracias, ¡anímate! Vamos a tomar una cerveza en el Club.
El Club
era una taberna acogida a los bajos de una casa
frente al Valle, paraje donde a
esas horas docenas de personas se afanaban en recolectar la sal cuajada en las eras. Al
dueño de la tasca también lo apodaban “el Club”.
Deogracias
no solía alternar ni para tomar cerveza; además,
para él no tenía atractivo alguno que el gasto de la ronda corriera de
su cuenta. Dadas las circunstancias y lo excepcional del caso y puesto que
Fortunato invitaba, aceptó y llegaron hasta el Club en un periquete. A esas
horas, el chófer del autobús que hacía la línea de Vitoria a Bóveda, bordaba
filigranas y hacía juegos circenses con el volante para no rozar las casas en
la angostura de la carretera, más
estrecha que el ojo de la aguja bíblica. Por allí sólo podían discurrir
carretas arrastradas por bestias de
tiro. (Esto sucedía antes del posterior ensanche realizado en plena cuesta)
- ¿Todavía
seguimos así? –preguntó Fortunato cargando la suerte con el tonillo irónico de la frase.
- Así
estamos. Aquí es más difícil el derribo de una casa vieja que persignarse con
los dedos de los pies.
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