sábado, 4 de julio de 2015

DEOGRACIAS Y EL AUGE SALINERO.








     Por los cincuenta del siglo XX, Deogracias era ya un hombre entrado en años. Conservaba su buena figura, unos ojos ligeramente revirados pero de vista aguda y honda y un genio amable y sentencioso: “Esto se acaba –le decía al joven Fortunato, veraneante baracaldés- y sin solución; no hay  salida”.
Se refería al negocio de la sal, explotado durante siglos en los tablares de Salinas de Añana,  en trance de perderse; ya no era rentable. Se cumplió su vaticinio en los años llamados del desarrollo, cuando la mano de obra  buscaba en las zonas industriales trabajos mejor remunerados. Así que las eras del Valle, abandonadas, se fueron arruinando.
         Deogracias había dedicado  horas y más horas a la meditación en torno a esa única idea: ¿Qué podría hacerse para remediar esta  decadencia? ¿Acaso fomentar el turismo? ¿Tal vez convertir la explotación salinera en un espectáculo? Tenía en su casa una balanza con dos platillos, usual en  sus tiempos de mercader. Solía entretenerse poniendo una pesa de cinco gramos en el platillo de la izquierda, por cada inconveniente que surgía, u otra del mismo valor en el de la derecha  cuando descubría una ventaja o signo favorable a la ejecución de sus imaginados proyectos. Luego observaba el fiel de la balanza y decidía en uno u otro sentido; adelante, equivalente a progreso, o  atrás, a retroceso.
         Le dio por examinar los pros y los contras que podría suponer una movilización del turismo hacia Salinas de Añana. Haría falta invertir mucho dinero: era un serio inconveniente. Anotaba el hecho y ponía la pesa en el platillo de la izquierda. El paisaje en torno al Valle es original y podría estar cargado de belleza. Una ventaja a considerar. Entonces iba otra pesa al platillo de la derecha.
         Al final pesaban más los factores negativos y Deogracias  desechaba la idea. No estaban los días para perder el tiempo, ni mucho menos los dineros.
         Cayó en sus manos una hoja de calendario, de uno de esos tacos  del Sagrado Corazón de Jesús que vendían las librerías eclesiásticas y se enteró de un hecho curioso, a la par que significativo y prometedor.
         Fortunato, el veraneante,  acababa de llegar a Salinas, a eso de la media tarde de un día de verano, a la casa en  alquiler que contrató para pasar las vacaciones con toda su familia. Una vez acomodados los suyos, salió a dar una vuelta y a tomar contacto con la realidad salinera y sus gentes. Encontró en la plaza a Deogracias y tras cruzar los saludos acostumbrados, Fortunato, abierto, campechano y solícito, pese a la diferencia de edad, haciendo uso del tuteo, va y  le dice:
         - Deogracias, ¡anímate! Vamos a tomar una cerveza en el Club.
          El Club era una taberna acogida a los bajos de una casa  frente al Valle, paraje donde  a esas horas docenas de personas se afanaban en  recolectar la sal cuajada en las eras. Al dueño de la tasca también lo apodaban “el Club”.
         Deogracias no solía alternar ni para tomar cerveza;  además,  para él no tenía atractivo alguno que el gasto de la ronda corriera de su cuenta. Dadas las circunstancias y lo excepcional del caso y puesto que Fortunato invitaba, aceptó y llegaron hasta el Club en un periquete. A esas horas, el chófer del autobús que hacía la línea de Vitoria a Bóveda, bordaba filigranas y hacía juegos circenses con el volante para no rozar las casas en la angostura de la carretera,  más estrecha que el ojo de la aguja bíblica. Por allí sólo podían discurrir carretas  arrastradas por bestias de tiro. (Esto sucedía antes del posterior ensanche realizado en plena cuesta)
         - ¿Todavía seguimos así? –preguntó Fortunato cargando la suerte con  el tonillo irónico de la frase.
           - Así estamos. Aquí es más difícil el derribo de una casa vieja que persignarse con los dedos de los pies.

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