viernes, 17 de julio de 2015

DIVAGACIONES DESDE VASCONIA (II)




LA EMPRESA FAMILIAR. Las aventuras de un niño, si se saben asimilar, dejan huella. A España, la crisis del 29, el llamado “crac” americano,  llegó algo más tarde. Yo, un niño, pasaba los veranos en el pueblo, gozando de una libertad de imposible disfrute en la ciudad, Vitoria, donde cursaba la enseñanza secundaria.
Un día de aquellos, al salir de casa, pude ver y oír a  un caminante -un obrero en paro- pidiendo ayuda para poder comer; tenía cara de pasar hambre. Me impresionó. Yo no sabía, luego lo supe, en la posguerra, que era eso de pasar hambre. Desde entonces estoy por ver que alguien arregle  las injusticias sociales.
Ahora, como entonces, el mejor medio para equilibrar las diferencias injustas es crear puestos de trabajo dignamente  remunerados. Pero tiene de malo que es  una tarea lenta, plagada de dificultades  y ligada al  lucro de los  que ahora llamamos emprendedores y antes capitalistas.
          Una mayoría de expertos indica que, para acelerar el proceso,  haría falta poner en marcha iniciativas, creadoras de puestos de  trabajo, con mucho valor añadido. El secreto está en crear productos o servicios de alta calidad que justifiquen una elevada remuneración.  Asunto difícil –seamos sinceros- en un país donde los estudios no responden a niveles de exigencia altos. La equidad social en el trabajo, es muy distinta en países donde el nivel científico y cultural de sus gentes es alto, respecto a otros donde es medio -tirando a bajo-, como pasa entre españoles aunque quieran algunos convencernos de que pasa lo contrario.
Además, en España, promover y ayudar a la creación de empresas solo es posible si se cumplen ciertas condiciones o requisitos. ¿Por qué?
Desde antes de la transición, durante el tardo franquismo, la demagogia al uso toleró el acoso y desprestigio del emprendedor dueño de la pequeña y mediana empresa. Se decía y pregonaba aquello de “obrero despedido, patrón colgado” y  acabaron  con la afición. Empresas de tipo medio fueron echando el cierre y desaparecieron para siempre. Los inversores se fueron, no a construir sino a especular en el sector del ladrillo, hasta que estalló la burbuja. No han vuelto, ni es fácil que lo hagan para colocar parados y cosechar disgustos.
En consecuencia, la creación de  empresas medias, con diez, veinte, o más empleados, no seduce a los inversores en un país donde los sindicatos ven al empresario como un enemigo. Por eso se instituyen pequeñas empresas  familiares acogidas a las leyes dictadas en favor de los negocios autónomos. Las diferencias se arreglan en casa sin que vengan los de fuera a ciscar el negocio.
Han desaparecido los inversores en empresas de tipo medio, algo que no sucede con  la gran empresa. Éstas, mientras cuenten ganancias, pueden con todo, y si no,  se van con la música a otra parte. He aquí por qué los gobiernos terminan  siendo dominados por las multinacionales.
Es todo punto lógico el surgimiento de la pequeña empresa  familiar accesible para las clases medias como la española, capaces de sacrificarse e ingeniárselas para colocar a los suyos creando sus propios negocios en condición de autónomos. La principal ventaja viene de un hecho clave: pueden rehuir la intervención sindical en su negocio y la pesada carga –en gran parte-  de las  cotizaciones sociales y otro tipo de obligaciones que van a permanecer encubiertas bajo el manto familiar.
Esta es la realidad. Naturalmente hay que estudiarla, conocerla, legalizarla, mejorarla pero nunca machacarla. Todo menos volver a los años del hambre.

          

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