LA EMPRESA FAMILIAR. Las aventuras de un niño, si se saben asimilar, dejan huella. A
España, la crisis del 29, el llamado “crac” americano, llegó algo más tarde. Yo, un niño, pasaba los
veranos en el pueblo, gozando de una libertad de imposible disfrute en la
ciudad, Vitoria, donde cursaba la enseñanza secundaria.
Un día de aquellos, al salir de casa, pude ver y oír a un caminante -un obrero en paro- pidiendo
ayuda para poder comer; tenía cara de pasar hambre. Me impresionó. Yo no sabía,
luego lo supe, en la posguerra, que era eso de pasar hambre. Desde entonces
estoy por ver que alguien arregle las
injusticias sociales.
Ahora, como entonces, el mejor medio para equilibrar las
diferencias injustas es crear puestos de trabajo dignamente remunerados. Pero tiene
de malo que es una tarea lenta, plagada
de dificultades y ligada al lucro de los
que ahora llamamos emprendedores y antes capitalistas.
Una
mayoría de expertos indica que, para acelerar el proceso, haría falta poner en marcha iniciativas,
creadoras de puestos de trabajo, con
mucho valor añadido. El secreto está en crear productos o servicios de alta calidad que justifiquen una elevada
remuneración. Asunto difícil –seamos
sinceros- en un país donde los estudios no responden a niveles de exigencia
altos. La equidad social en el trabajo, es muy distinta en países donde el
nivel científico y cultural de sus gentes es alto, respecto a otros donde es
medio -tirando a bajo-, como pasa entre españoles aunque quieran algunos
convencernos de que pasa lo contrario.
Además, en España, promover y ayudar a la creación de empresas
solo es posible si se cumplen ciertas condiciones o requisitos. ¿Por qué?
Desde antes de la transición, durante el tardo franquismo, la
demagogia al uso toleró el acoso y desprestigio del emprendedor dueño de la
pequeña y mediana empresa. Se decía y pregonaba
aquello de “obrero despedido, patrón colgado” y acabaron
con la afición. Empresas de tipo medio fueron echando el cierre y
desaparecieron para siempre. Los inversores se fueron, no a construir sino a
especular en el sector del ladrillo, hasta que estalló la burbuja. No han
vuelto, ni es fácil que lo hagan para colocar parados y cosechar disgustos.
En consecuencia, la creación de
empresas medias, con diez, veinte, o más empleados, no seduce a los
inversores en un país donde los sindicatos ven al empresario como un enemigo.
Por eso se instituyen pequeñas empresas
familiares acogidas a las leyes dictadas en favor de los negocios
autónomos. Las diferencias se arreglan en casa sin que vengan los de fuera a
ciscar el negocio.
Han desaparecido los inversores en
empresas de tipo medio, algo que no sucede con la gran empresa. Éstas, mientras cuenten
ganancias, pueden con todo, y si no, se
van con la música a otra parte. He aquí por qué los gobiernos terminan siendo dominados por las multinacionales.
Es todo punto lógico el surgimiento de la pequeña empresa familiar accesible para las clases medias
como la española, capaces de sacrificarse e ingeniárselas para colocar a los
suyos creando sus propios negocios en condición de autónomos. La principal
ventaja viene de un hecho clave: pueden rehuir la intervención sindical en su
negocio y la pesada carga –en gran parte-
de las cotizaciones sociales y
otro tipo de obligaciones que van a permanecer encubiertas bajo el manto
familiar.
Esta es la realidad. Naturalmente hay que estudiarla, conocerla,
legalizarla, mejorarla pero nunca machacarla. Todo menos volver a los años del hambre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario