VASCONIA INTEGRADORA.
Los nacionalistas vascos hicieron
acto de presencia en la política española a finales del siglo XIX. Por esas
fechas airearon sus principios para abrirse paso entre la opinión pública.
Sabino Arana valoró por encima de todo la adscripción católica del PNV.
La ley divina era la guía
del Pueblo Vasco. Este principio
ha caído en desuso. Luego, en
segundo término, estaba la ley vieja, que los carlistas llamaron
Fueros Vascongados. Como los fueros eran otorgados por reyes con poderes
superiores, Arana quiso demostrar que no era éste el caso vasco. Sus leyes,
derivadas de los buenos usos y costumbres de los vascos, eran
“originarias”. Rechazó esta denominación
de “fuero” otorgado y adoptó la de “ley
vieja” (legi zarra) originaria. A partir de este aserto, la independencia
de los vascos estaba para ellos más que legitimada.
En esta
segunda década del siglo XXI, a la crisis económica que padece España, como otros
países europeos, se ha unido la crisis territorial, cuyo sistema autonómico se
puso en marcha tras aprobarse la Constitución; sistema viciado por un defecto de
origen: los autonomistas pensaron que la forma de
armonizar la vida política española era
oponer al centralismo estatal, diecisiete centralismos autonómicos regionales.
Con este punto de partida, el ideal asumible por cada
territorio autonómico -fiel reflejo
del comportamiento político de Cataluña
y del País Vasco a los que pretendieron emular- fue maximalista, sin tener en
cuenta que estas dos comunidades, influidas por los nacionalistas, no aspiraban
a ser autónomas, sino a instituirse como naciones soberanas e independientes.
Ahí están para demostrar este hecho, el excesivo número de organismos autónomos, las
pseudo embajadas, las universidades, los aeropuertos, el ferrocarril de gran
velocidad, las autopistas, las emisoras de TV y radio, las sociedades públicas,
etc. -iniciativas casi todas promovidas desde los territorios autonómicos- de
muy costoso sostenimiento que, además, han servido de pretexto para un
despilfarro que escapa a todo control
del poder central.
Al final, el autonomismo descontrolado nos ha metido a
todos los españoles en un ciclo ruinoso:
en una generalizada deuda que, sumada a
la creada y soportada por una mayoría de
Ayuntamientos, nos puede costar años de esfuerzo fiscal para poder liquidarla;
una deuda paralizante de las empresas privadas productivas.
¿Cómo corregir todo
esto sin incurrir en lo que podría ser otro pendulazo que nos lleve a hundirnos
más aún?
No es
fácil y menos con la solución federal preconizada por el PSOE que, según
parece, tiende a conceder más competencias a los territorios autónomos.
Estos factores de
identidad, -raza, idioma propio, costumbres, leyes- a fuerza de repetidos, han asumido
un valor que antes nunca tuvieron. Curiosamente, como esta interpretación de lo
medieval no cuadraba con la democracia representativa implantada en España a lo
largo del siglo XIX –voto universal,
tres poderes independientes y otros principios inexistentes en las
tradiciones vascas y catalanas- no tuvieron inconveniente en encajar sus
aspiraciones en los modelos liberales, con tal de seguir defendiendo las
libertades locales, cayendo en pura paradoja; en suma, el derecho de los vascos a
constituirse en su territorio como
nación soberana, exigía lo que más detestaba Sabino Arana: ser primero liberal.
Claro está que entre nacionalistas nadie
cita a Montesquieu.
Todo
esto de las leyes originarias sucedía
pese a que, al ser invadido el reino visigodo
por los árabes, la España cristiana constituida por gentes de distinto
origen empezó a tomar conciencia de la necesidad de organizar su defensa.
Desde la zona septentrional de la Península, donde se refugiaron gentes llegadas de las zonas invadidas, se inició una
tarea que sería secular. Los moradores de
Asturias, Cantabria, Vasconia, participaron a lo largo del tiempo en esa
tarea y fueron ganando el territorio que
sería conocido por Castilla. Don Claudio Sánchez Albornoz, al reconstruir la
historia de esa época, valora la participación de los vascongados en la
construcción de Castilla, previa a la de
España, y no tiene remilgo alguno al señalar que Vasconia fue la madre de Castilla, luego la abuela de España. Henos aquí que
frente a la posición excluyente de Sabino Arana y de sus seguidores más
acérrimos, está la integradora de Sánchez Albornoz que da un protagonismo
principal a los vascos en la formación de España.
¿Por qué los nacionalistas pueden mostrar con orgullo las
raíces de su independentismo y no han de poder los “integradores” sostener la
tesis que da relieve a la participación principal de los vascos a lo largo del
tiempo –de lo que hay decenas de testimonios históricos- en la construcción de
lo que luego sería la nación española? ¿Por qué los vascos de nuestros días, no
pueden sentirse orgullosamente herederos de aquellos esforzados varones que
lucharon por la España cristiana que al fin triunfó?
Ser vasco integrador no es ser anti vasco. Y convencer a
los demás de estas verdades, es una tarea pedagógica, fase previa para
cualquier recuperación de votos vascos.
Abierto este cauce,
no se podrá negar cómo, en la evolución de la vida post medieval, prosperaron
en España un conjunto de valores que
conectarían al cabo del tiempo con las ideas democráticas modernas: el respeto
de los derechos individuales sobre los colectivos, la defensa de un principio equitativo
(que luego se llamaría de subsidiariedad) en la organización político social de los
pueblos, y el espíritu de cooperación como principio básico de una justicia
social moderna y progresista. Tal vez estas ideas pudieran llegar a divulgarse más
y mejor en un debate político histórico que se eleve por encima de las peleas partidistas.
Algo difícil de
lograr en un mundo político alejado de la lógica.
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