Perdonen, les ruego, mis reacciones ante hechos propios del género humano -damas y caballeros que decían los clásicos- en sus relaciones diarias.
En mi caso, natural como soy de un pueblecillo alavés donde todos nos conocíamos, la actividad de cada día era y tenía muy en cuenta el comportamiento de cada uno al topar con sus vecinos en un espacio común como era la calle: se intercambiaban saludos y se deseaban buenos días unos a otros.
Al ir yo a vivir a la ciudad -cuarenta mil habitantes concentrados en casas de varios pisos- el espacio común se reducía: la calle era de todos y no era de nadie. Si topabas con un conocido lo saludabas y a los demás los ignorabas.
Nada más curioso y a la vez más sorprendente y expresivo que la cara de pocos amigos de los ocupantes de un ascensor: en el cajón mecanizado, llenos de seriedad y de rígida indiferencia, dan pie para pensar que, al salir a calle, se liarían en una pelea.
Es decir que el género humano necesita su espacio y si tiende a crear el clan familiar, a entenderse con sus vecinos, a fundar su aldea, su villa, su ciudad, su hermandad territorial, su nación, etc.es, para empezar, en legítima defensa que -como es lógico- conduce a proyectarse en un derecho de conquista, acorde con su afán de poder, para subsistir. Es puro instinto.
Cuando el desnivel entre esos seres humanos es muy grande, surge la pelea. Y el que gana, para defender lo conquistado o ampliar sus ambiciones, se enroca y pone trabas a los que no acatan su ley.
Los poderosos, en ocasiones se muestran magnánimos. Pero la plebe piensa: lo hacen con mi dinero, gracias a mis sacrificios y miserias...
He ahí, por qué en la calle crece el repudio a los forasteros. Algo que no tienen en cuenta los malos políticos.
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