Uno, al paso de los años, deja de llorar por su prójimo. No es que se vuelva correoso; no. Se insensibiliza; es como clavar en corcho. No ofrece resistencia, no duele.
¡Cataluña en cabeza, ejemplo de España, tan activa, tan moderna, tan bella, tan acogedora! Y en pocos años partida en dos, pre parto de una guerra sorda que nadie en sus cabales quiere.
A la vuelta de la esquina se anuncian elecciones muy igualadas y las fórmulas para deshacer el empate y gobernar aún están en la reserva. Sin vencedores ni vencidos -si los pronósticos aciertan- no hay solución que valga. Se acentuarán las diferencias dialécticas, empezarán los escarceos, bajarán las musas al teatro. Pasaremos de las bofetadas orales a las metralletas mortales.
Los políticos juzgan y deciden desde la inmediatez de los hechos. Entre adversarios, tienen prisa. Si se pierde la ocasión, pierden poder. Solo los avisados, cautos, reflexivos son capaces de mantener sus ideas y acudir a la palestra. ¿Qué es la palestra? El cuadrilatero de una lucha controlada, en nuestro caso por la vía del diálogo.
Pero ¿hay buena voluntad? ¿Es posible el diálogo constructivo?
Los unos en Bruselas, los otros en Madrid y casi todos en la higuera, parecen estar a la espera del primer muerto que justifique la guerra real.
El cambio no se encarrila con fórmulas ya superadas. Las naciones están pasando a la historia. Hay que redescubrir, crear y gobernar distritos de gran formato. Es ley de vida.
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