Escribo desde una provincia (palabra maldita para los nacionalistas) llamada Álava, donde por razones de subsistencia sus pobladores tuvieron que defenderse, desde la alta Edad Media, ante las invasiones periódicas de las huestes árabes. Tuvieron que luchar y ganarse el terreno vital día a día, palmo a palmo, al igual que sucedía en otros puntos de la Península Ibérica.
Aquellos alaveses organizaron sus vidas según usos y costumbres propios que, al paso del tiempo, adquirieron la categoría de leyes a las que llamaron fueros. Fueros similares, pero distintos de los correspondientes a sus territorios vecinos. De aquello nos queda el recuerdo historiado de cien maneras y, a la vez, -pienso con optimismo- el espíritu de una legislación ceñida a la sobriedad de los tiempos.
Vivían las gentes asentadas en Álava de la agricultura y la ganadería en pequeñas aldeas pobladas por gentes libres y por tanto sin depender del centralismo impuesto por jerarquías beligerantes mas poderosas. Álava, en su mayor parte, pudo ser era una behetría de mar a mar, con facultades, sus gentes, para elegir al Señor (nunca impuesto) que respetara los buenos usos y costumbres del paisanaje y actuara en "aumento de la justicia contra malhechores".
¿Dónde estaba la clave de su buen gobierno? En una sobriedad y en una lealtad que presidÍa las actuaciones de aquellos pobladores de los territorios forales.
Cualquier parecido entre la conducta de aquellos aforados y los de nuestros días, es mera coincidencia, lo cual es lógico que así sea. Los años no pasan en vano; pero además, la autonomía local -por mas que se quiera- está en nuestros días sobrada de petulancia. No hemos construido unos territorios forales adaptados a las necesidades familiares y locales, sino una vecindad con aspiraciones nacionalistas a la que dotar de fronteras estables; fronteras separadoras de pueblos naturalmente unidos desde hace siglos por razones de subsistencia.
Sí; estaban unidos a bajo coste por conveniencia mutua. Algo que aún se conserva, como costumbre popular, entre algunas comarcas, con riesgo de perderse entre "naciones" de última hornada.
Estamos dando paso a quince o más naciones, tendentes a dotarse de un aparato externo que justifique su existencia, a cambio de empobrecernos sin sentido práctico. Mantener a pequeñas naciones con vida y con posibilidades de futuro, es carísimo cuando no imposible; un contrasentido. De esta convicción nacen intentos como la Unión Europea.
¡Algún día nos daremos cuenta!
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