Desde un punto de vista singular, es una maravilla ver cómo las tertulias de politólogos y expertos en dialécticas varias, aburren repitiendo vulgaridades para al fin no ponerse de acuerdo.
Los susodichos terminan por aburrir a una vaca, sobre todo cuando nos transmiten sus ideas bajo el epígrafe "a mi me preocupa", frase hecha sin sentido alguno, puesto que la lógica indica que lo que al tertuliano le preocupe lo mismo da, porque nadie le ha dado vela en ese entierro.
La superficialidad de lo tratado suele ponerse en evidencia cuando se debaten asuntos urgentes con cuya solución, a la brava, se beneficia a unos más que a otros. Por ejemplo, cuando a "los expertos" se les da carrete para hablar de Cataluña y su deriva secesionista: todos, con sentido común, coinciden en que la solución si no se acuerda por las buenas, perjudicará a todos por las malas. También saben, por experiencia, que atizando el fuego se puede provocar el incendio, como ya sucedió en el 36. Y, por supuesto, en evitación de males mayores, cualquiera -no hace falta ser muy listo- deduce en que es mejor un mal acuerdo, que vivir el clima propio de una lucha que siempre termina con vencedores y vencidos.
Entre vecinos, una mejora del acceso al ascensor para facilitar su uso al vecino del cuarto, condenado a no poder utilizarlo desde que se vio obligado a servirse de una silla de ruedas, es mejor para todos que discutir a diario valiéndose de las más felinas navajadas traperas.
Todos conformes; y sin embargo a diario, a fuerza de revolver el cubo de la basura, acaban pringándonos a todos.
Valoramos poco y mal -no los cuidamos en el plano doméstico (como en el turístico o urbanístico)- los bienes de la comunidad que son de todos. Hacen falta diálogo y convicciones civilizadas para despertar los sentimientos colectivos en pro del bien común.
Hay que hacer funcionar al seso y dejarse de chácharas.
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