lunes, 18 de septiembre de 2017

UNA ESPAÑA DEMOCRÁTICA PERO CASTRADA

   

     Procede, si hemos de ser justos,  dejar constancia  previa de un hecho importante: en la vida habitual, entre españoles, rara vez las conversaciones diarias giran en torno  a personas concretas y conocidas a las que se somete a un desprestigio despiadado. ¡Rara vez, aunque nunca desaparecerán del todo los chismorreos  pueblerinos!
     No sucede igual, cuando se trata de personajes que destacan  por  las razones que fueren, sobre todo si son además políticos conocidos del  gran público.
     El ensañamiento crece cuando los aludidos son personalidades que, por desgracia, tienden al abuso en el ejercicio de sus funciones con  insensato olvido de su misión: estar al servicio de los demás, incluso de aquellos que no les votan.
     En el fondo,  estos personajes son vulgares ciudadanos -aunque figuren en los escalafones profesionales como destacadas figuras- que buscan mediante la libertad expresión su propio provecho.
     Estos politicastros -los hay  en todos los cuadros en el poder- suelen,  para ennoblecer sus vulgares actividades, atribuirse competencias que no les corresponden: por ejemplo, endosar a sus víctimas responsabilidades políticas, que son exclusivas del poder judicial.
     Todos reconocen que la Justicia española está mal dotada, es lenta y por añadidura víctima de un poder legislativo irracional y profuso. Es víctima de un poder en manos de partidos con tendencias sectarias que se visten con sedas justificativas pero  corruptas, por más que se empeñen en demostrarnos todo lo contrario. Si la Justicia fuera diligente,  nuestra democracia sería bien distinta.
     España tiene que invertir mucho más y  mejor en dos mundos que han de vivir su actividad con eficiencia independiente: la docencia y la justicia.
     Pero esto no conviene a las medianías que invaden los cuadros políticos soberanos actuales.
     Es decir que convivimos en una democracia castrada.
   
   
     




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