Los perdedores -implicados en la II Guerra Mundial que siguió a la española- se sintieron victoriosos y creyeron que Franco terminaría entregándose sin remedio al triunfo de la democracia. Pero no sucedió tal cosa y la división entre españoles, buenos y malos o malos y buenos, se fue cultivando en los huertos más dispares. ¿En paz? Ni pensarlo. Los odios suelen ser duraderos. Y media España, la perdedora, cree haber ganado la paz en las urnas y no advierte que vuelven a ser, con otros collares, los mismos canes con parecidas ansias.
¿Qué no es lo mismo? ¿Qué son otros los tiempos que corren?
La presencia externa de los dirigentes de una contienda puede ser distinta, como distintos son los instrumentos bélicos; pero el odio se cultiva en los mismos huertos y, cuando fructifica, arrasa.
La verdadera alianza -precedida de una virtud que se llama lealtad- apta para llevarnos por derroteros pacíficos y fructíferos, debería acabar en manos de socialistas o liberales llamados a ejercer el mando, siempre y cuando tengan en cuenta que el uso del dinero, la batalla económica, no consiste en aumentar el gasto público y endeudarse y empobrecerse hasta inducir a los contribuyentes a no hacer nada, porque la tajada más sabrosa siempre se la lleva el león de turno.
España va mal porque gasta más de lo que tiene y los que pagan la factura son los más débiles. Los dineros mal distribuidos y peor gastados, siempre se llevan por delante a los más pobres.
Y por si fueran pocos los pobres de casa, tenemos incontrolada la presencia de forasteros que llegan con lo puesto.
Todo sigue igual.
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