Vivimos días, meses y años cargados de presiones político-patrióticas, entreveradas con exigencias político-éticas imprescindibles. Y menos mal: en medio de esta resaca, la ciudadanía se mantiene en marcha dentro de unos términos pacíficos, -aunque hoscos- propios de un pueblo escarmentado. La Historia está llena de casos con diferencias políticas que se saldaron en otros tiempos a tiro limpio. Casos no comparables con la situación que hoy se vive en España. Pero... el diablo las carga, pese a que casi todos tienden a refrenarse.
Lo curioso es que los observadores de la evolución cívica de los pueblos, en nuestro caso de España, suelen anotar los pros y las contras de las demandas sociales por un lado y de los movimientos secesionistas por otro. En medio de un ambiente económico confuso todo va bien; pero la clase media española se empobrece y empequeñece tras oleadas de emigrantes que ni se integran, ni viven aquí: su espíritu sigue allí, en su patria de origen de la que huyen. Y de la clase baja, más pobre, no digamos.
Para completar el panorama hispánico, un conglomerado de políticos (ellos y ellas), padres y madres de la Patria, se reúnen periódicamente para insultarse a voz en grito, exteriorizar sus afanes, odios y quejas y conseguir que todo siga igual; es decir, peor: porque en vez de reflexionar a media voz, estudiar y resolver conjunta y solidariamente los problemas que nos aquejan, se tiran a degüello para ver quien termina mordiendo polvo. Los problemas se mantienen como estaban, cuando no empeoran.
Es mi croniquilla de un fracaso anunciado que pagamos entre todos.
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