Para hablar del dinero y su destino, hay que conocer primero su procedencia. Normalmente, los particulares (éste, ése y áquel del pueblo llano) saben de dónde vienen sus ingresos, lo que cuesta ganárselos y cuál va a ser su destino. Por eso, la mayoría es comedida a la hora del gasto y -pese a lo que puedan pensar los políticos- el sacrificio que mas duele a cada contribuyente es el aflojar la cartera para pagar impuestos.
¿Por qué? Es muy sencillo. Porque los "paganos" lo sudan y entregan con dolor. Los otros, los receptores del dinero, no reparan en esos sacrificios y nada les resulta más satisfactorio que ver cómo se llenan las arcas públicas a paletadas, gracias al sufrimiento ajeno .
Como en la vida real y para más escarnio dos grandes sectores se ven libres de esta carga: los débiles y los poderosos. Los primeros porque no pueden; los segundos, porque no quieren. Los primeros, se cuelan por el entramado de la red y los segundos la rompen.
Pongámonos en el supuesto de alguien decidido a crear una nueva empresa. Este alguien suele prever, primero los pros, los aspectos positivos del negocio. Luego imagina los contras. Tarea esta última, de muy difícil imaginación. Son tantos los recovecos de las leyes, tantas las dificultades a superar, tantos los riesgos a correr, que la mayoría piensa: no me siento con fuerzas; otras vez será.
Los más capaces y decididos a la par que osados, suelen examinar el devenir de las naciones y pueblos. Y constatan que los hay dispuestos a dar facilidades: los llaman paraísos fiscales.
Los menos ricos, la llamada clase media, no pueden soñar con superar las barreras de una zona paradisíaca. Los ricos -finos de olfato- que olieron a tiempo la tostada, ya están dentro. Y podrán pasarlos pobres, siempre se plieguen a vivir en condición de siervos.
No es noticia. Pero de vez en cuando hay que constatar la realidad. No es que existan paraísos -que haberlos "haylos- . Es que sobran infiernos que invitan al mortal consciente y desanimado, al dulce no hacer nada.
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