Cuando algunas familias bilbaínas venían a veranear al pueblo -una aldea alavesa de trecientos habitantes la mayor parte de los cuales no había visto el mar- nos parecían ricas sólo porque sus niños llevaban un sombrerito para el sol, pantaloncillos de mil rayas sin petachos en el culo y unas sandalias, mientras los niños aldeanos vestían ropas muy gastadas y con remiendos y calzaban alpargatas deshilachadas. Luego, ya mayor, supe la verdad: sus padres eran trabajadores del sector servicios, una clase media baja, que venían al pueblo en busca de una atmósfera limpia de impurezas -no como Bilbao-, haciendo un sacrificio para que sus hijos respiraran aire puro y se les abriera el apetito.
Todo era relativo, pero estos veraneantes ya vivían un estado del bienestar respecto a muchos de sus convecinos; algo de lo que se hablaba poco y se hacía menos en la vida real. ¿Saben qué pasaba en esos años de la II República? Sencillamente, vivíamos los efectos de una crisis mundial y, mucha gente, no tenía para comer y menos para vestir. Esta situación era insostenible y la vida de cada cual tenía muy poco valor. Las diferencias sociales se ventilaban, en demasiadas ocasiones, a tiro limpio y en las calles. El paro no se cifraba en estadísticas pero en cada pueblo, si quedaba vacante un puesto de trabajo, jamás se daba a un forastero: la prioridad beneficiaba a uno del municipio. Y nadie hablaba de discriminación
Aquella situación se agravó y terminó en una guerra civil para no solucionar nada. Me hice pacifista, en plena guerra, de puro miedo. Mi quinta -de durar más la contienda- habría sido movilizada. Y esa coña marinera te metía el susto en el cuerpo.
Por eso, en nuestros días me asombra lo difícil que resulta para los políticos unirse a su adversario cuando se trata de sofocar un mal generalizado, un incendio que perjudica a todos. No quieren ni un mal arreglo. Sus esperanzas están en que se pudra el malestar, para ellos alcanzar el poder con promesas de difícil cumplimiento.. ¡Ya es triste! ¡Cuánto peor, mejor!
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