Cuando en un país los ciudadanos padecen a muchos leguleyos (que interpretan o aplican el derecho sin rigor o con desenfado), es señal de que sobran leyes o de que los índices culturales de la población vuelan bajo; o bien ambas cosas.
En España, entre unionistas y separatistas hemos montado un equipo compuesto por diecisiete parlamentos (uno por cada comunidad autónoma) que entienden de todo mientras no se demuestre lo contrario y a fuerza de leyes, sus efectos resultan ser negativos. Entre una mayoría de patriotas están, quieranlo o no, los emprendedores que no tienen cabida entre tanto leguleyo como prospera en virtud del dicho que reza: "La moneda mala siempre desplaza a la buena".
En suma, entre unos y otros hemos conseguido que el montaje de cualquier chiringuito empresarial se convierta en un calvario y se alcance el efecto no buscado: disuadir toda iniciativa y paralizar su espíritu empresarial.
Al final se montan soluciones familiares o amistosas a cambio de propinas: "Te dejo los niños abuelo a tu cuidado y no te preocupes que comerás con nosotros". Hasta que alguien descubra que tal acto es un contrato laboral encubierto y lo denuncie.
No es un invento. El repartidor de comidas a domicilio, valiéndose de una bicicleta en la que pedalea para mover un carrito, se ha intentado legalizar como empresa propia para un trabajador autónomo. No es posible. Solo se admite como trabajo por cuenta ajena. Y esto no interesa porque encarece el envío.
Así es España. Es más fácil prostituirse en plena calle libre de impuestos y permisos, que llevar en bicicleta a domicilio la merienda-cena de un grupo de amigos.
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