Ayer, sábado, armado de paciencia, me dispuse a seguir atento un debate político transmitido por TV, gracias al cual pude apreciar cuán difícil es guardar una cierta mesura, un comedido equilibrio, entre las promesas de los teóricos disertantes y las limitaciones que nos impone -a todos, también a los políticos- la dura realidad de cada día.
Hablaron de acabar con la corrupción pero nadie tuvo en cuenta un factor hereditario, algo genético, detectado ya en la literatura del Siglo de Oro, donde todo un Cervantes nos recrea con los inventos picarescos de su siglo, nos ilustra sobre las hazañas de Rinconete y Cortadillo y nos pone al día sobre el código de costumbres vigente en el patio de Monipodio. ¿Hay quien de más?
En ese juego picaresco televisivo, muy seriamente dialogado, entran, ¿cómo no?, las mentiras promisorias, que en boca de los políticos son sencillas de cumplir, cuando la realidad nos demuestra todo lo contrario. ¿Cómo puede prometerse una jubilación remunerada a los sesenta años, cuando se empieza a cotizar tardíamente y el índice medio de vida se alarga de forma imprevista gracias a los avances médicos? ¿De dónde saldrá ese dinero?
Creo que fue en Italia - tierra de herederos de la Roma histórica, como sucedió en la Hispania peninsular- donde un sociólogo avispado, al adivinar que periclitaba un ciclo de promesas con las que cautivar a los electores, sentenció: "Hacen falta nuevos políticos con nuevas mentiras".
Tuve la sensación de que estamos asistiendo en España, al comienzo de un nuevo ciclo político social, necesitado de verdad, de nuevas mentiras en boca de nuevos políticos.
¿O no?
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