Si uno quiere sacar adelante un proyecto comunitario, ha de convencer a muchas personas y esto se alcanza con ese don de gentes que se exige al político. Ser amable no significa blandura; ser educado no impide tener criterio; ser respetuoso con las personas, con todas y más con las del mismo gremio, no indica falta de fortaleza.
Los políticos en España, por lo menos en público, se llevan a degüello y muchos no pueden disimular el odio que emana de su conducta. En vez de exponer los hechos y condenarlos cuando surge el caso; en vez de plantear lo sucedido con toda naturalidad y pedir que se investigue y se descubra a su autor, se encara con su rival y le dice "usted es un indecente... un ladrón".Y no es lo malo que lo califique sin pruebas; lo peor es que al protagonista de esta secuencia le parezca que ha prestado un servicio a su patria.
El hecho más repetido e injurioso que hemos visto en los últimos tiempos, es la descalificación que, a título personal, le dedica un significado político al presidente del Gobierno. Le acusa y pide sus ostracismo, porque lo considera más o menos el jefe de una mafia. Mafia que, de existir, el propio presidente ha condenado y está demostrando su disposición impedir que ciertos hechos se repitan.
Esa inquina personal termina por ser padecida no solo por él condenado a priori, sino por millones de personas que votan y lo hacen contra los deseos del inquisidor.
Que conste: los aludidos me merecen como personas el mayor respeto; los hechos que protagonizan, no.
Solo me referido a los hechos.
Solo me referido a los hechos.
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