Siempre recordaré el invierno de 1933, mes de enero. Había cumplido los once años. Veo a mi padre leyendo el periódico que doblaba respetuosamente cuando mi madre aparecía con la sopera y la colocaba en el centro de la mesa; rezaba una oración de gracias mientras mi padre repartía el condumio entre la pequeña tropa de comensales, inquietos por satisfacer su apetito; y nos hacía un breve comentario político para dejar constancia de cómo eran quienes decían gobernar a, o en, España. Dijo ese día:
- Cuando los políticos no se pueden ver, el odio llega a la calle.
Se refería a los sucesos de Casas Viejas, en la provincia de Cádiz, acaecidos entre el 10 y 12 de enero de 1933. Después de una sublevación anarquista de peones hundidos en la pobreza, después de matar a dos guardias civiles, un guardia de asalto y alguno más que pasaba por allí, llegó la hora de la busca y captura de los causantes del mal. Las órdenes de Madrid (Gobierno de Azaña) -según una parte de la prensa- fueron expeditivas: "Ni heridos ni prisioneros; los tiros a la barriga". Las fuerzas de asalto rodearon a seis de los rebeldes en una cabaña o choza, la prendieron fuego y si salían morían ametrallados; si no, terminaban achicharrados. Al fin, murieron con la doble pena.
El odio llegará a la calle. Y llegó. Una guerra civil desoladora, tres años después.
No es el caso actual. Los políticos españoles se malquieren, pero no se odian. Ahora bien, como decía el cura de mi pueblo: los besos lujuriosos no hacen hijos, pero tocan a vísperas.
Más tarde o más temprano, el odio empieza entre dirigentes y sí llega a las calles. El odio entre dirigentes tiene también predicadores: lo expanden, se ejecuta y, al fin, lo pagan los más inocentes. Buscad la raíz de todo terrorismo. No está sólo entre quienes lo consuman; sí está entre quiénes lo crean, lo predican y contagian.
Triste día el de hoy.
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